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Equiroz

Publicación del 25 de febrero de 1913

Publicación del 25 de febrero de 1913

A propósito de la trágica muerte de los Sres.

MADERO y PINO SUAREZ

JUNTOS EN EL PODER Y JUNTOS EN LA TUMBA

LA REVISTA DE YUCATAN

LA REVISTA DE YUCATAN, con la oportunidad que todos le reconocen, informó ya a sus numerosos lectores acerca de la trágica e inesperada muerte de los señores don Francisco I. Madero y Lic. don José María Pino Suárez, Presidente y Vicepresidente de la República, respectivamente, derrocados por la Revolución que encabezó el Brigadier don Félix Díaz y que culminó con el triunfo del joven caudillo.

Hemos dado ya los detalles del suceso que ha conmovido a la República y juzgamos pertinente hacer algunas consideraciones acerca de él, no sólo por el influjo que los extintos ejercieron durante su breve Administración en los destinos de la Patria, sino por las tristes circunstancias en que desaparecieron del inmenso escenario de la vida.

Quizá nadie mejor que nosotros esté bien informado de cómo iniciaron su conocimiento los señores Madero y Pino Suárez. Fue en 1909, cuando el señor Madero vino por primera vez a Yucatán, en calidad de propagandista de los ideales democráticos que naufragaron en las últimas llamadas elecciones de los señores General Porfirio Díaz y don Ramón Corral y que le determinaron a lanzarse a la Revolución de noviembre de 1910, coronada por el verde laurel de la victoria con el ataque y la toma de Ciudad Juárez, Desde entonces, desde la primera visita del señor Madero a Yucatán que fue cuando conoció y trató al señor Lic. Pino Suárez, aquellos dos hombres, por un designio inescrutable de la Providencia, se unieron fuertemente, estrechamente, formando desde aquella etapa memorable de su vida un estrecho lazo que sólo la muerte pudo romper.

Juntos emprendieron la lucha; juntos apuraron en los días de ésta la amarga cicuta de los sinsabores y saborearon la dulce miel del triunfo transitorio; juntos ascendieron la más elevada cima del poder; juntos compartieron la responsabilidad inmensa de sus actos como gobernantes; juntos afrontaron los ataques de sus enemigos políticos, ataques que la Historia será la que en su día calificará; juntos rodaron en una hora memorable de la cima de la grandeza a la sima de la desgracia, casi abandonados por los que todavía ayer recibieron de ellos favores y mercedes, y juntos también en la Noche Triste de su derrota, solos, sin la cohorte de aduladores y convenencieros que tal vez precipitaron su caída, cayeron en las desolaciones de la tumba atravesados por las balas forjadas quizá para combatir a sus enemigos, sin que nadie cerrara sus pupilas y sin recibir en el instante augusto de la transición de una vida a otra el beso de luz de la amante esposa y de los hijos idolatrados.

Pudo el Lic. Pino Suárez, como todos los hombres y como todos los políticos, tener defectos y cometer errores. Patrimonio ha sido ese de la humanidad, a través de los pueblos y de los siglos; pero nadie puede negar jamás su adhesión sincera al señor Madero de cuyo brazo fue al triunfo y a la derrota, al Capitolio y a la Cárcel, ni su fidelidad hasta el momento supremo de la "debacle" y de la muerte, mientras otros, por ellos engrandecidos y por ellos elevados tal vez de la nada a mayores alturas, los abandonaron cobardemente cuando ya no podían otorgar mercedes ni firmar despachos concediendo empleos y concesiones.

También esto es patrimonio de la Humanidad.

Ayer decíamos y repetimos hoy que no toca a los hombres de esta dolorosa etapa de la vida nacional juzgar a los señores Madero y Pino Suárez como gobernantes. La hoguera de las pasiones dista mucho de convertirse en frías cenizas; el volcán de los odios está en plena actividad.

Fuerza es, pues, esperar.

Nosotros dejamos de ser amigos políticos de los extintos desde que ascendieron a la cúspide del Poder. En días de candente lucha, embravecida por el rescoldo de las pasiones inevitables en semejantes lides, los atacamos duramente. Después fuimos perseguidos y encarcelados.

Pero eso ya pasó.

Lo conceptuamos como una de tantas contingencias de nuestra agitada vida.

Hoy, ante la fosa que acaba de abrirse para recoger los despojos de dos hombres con cuya mente y con cuyos ardientes y juveniles ideales, no pocos de ellos ­ay! irrealizables, estuvimos unidos mucho tiempo, nos descubrimos con respeto y con dolor!, ­Es la Muerte que pasa y ante la cual deben deponerse todos los rencores!, En cuanto a las circunstancias en que tuvo lugar la sangrienta, la terrible tragedia, deben ser aclaradas por el honor de la República y del Gobierno, así lo ha ofrecido éste y debe cumplirlo.

­Confiemos, pues, en la Justicia y en la Ley!, ­Caiga quien cayere!, - AUGUSTO MIQUIS.- Mérida, Yucatán, 25 de febrero de 1913

Revolución Mexicana: ¿Tenemos algo que celebrar?

Revolución Mexicana: ¿Tenemos algo que celebrar?

El próximo 20 de noviembre arrancarán oficialmente los festejos por el centenario de la Revolución Mexicana

MARÍA DE LAS HERAS 16/11/2009

 

Todos se pelean la silla // que les deja mucha plata // en el Norte Pancho Villa, // y en el Sur ¡Viva Zapata! La Cucaracha, canción popular

El próximo 20 de noviembre arrancarán oficialmente los festejos por el centenario de la Revolución Mexicana, que se cumple en 2010. ¿Quién le iba a decir al General Cárdenas que serían precisamente los seguidores de Gómez Morín los que encabezarían las celebraciones conmemorativas de la gesta revolucionaria? ¿Y quién le explica a Gómez Morín que son sus Accionistas quienes tendrán que ensalzar las virtudes de un movimiento de carácter eminentemente socialista y anticlerical?

 

Revolución Mexicana: ¿Tenemos algo que celebrar? Los números

Mientras las autoridades federales emanadas de las filas del Partido Acción Nacional tratarán de colocar en el centro de los festejos la figura de don Francisco I. Madero, la población sigue viendo en Emiliano Zapata y Francisco Villa las figuras emblemáticas del movimiento.

¿Y los seguidores de Plutarco Elías Calles? Ah!, con ellos nunca se sabe, parafraseando a ese personaje de la televisión llamado la Chimoltrufia: como dicen una cosa dicen la otra. Quizá por eso a cien años del inicio del movimiento apenas un poco más de la cuarta parte de la población percibe que son los priistas quienes mejor representan y defienden el ideario revolucionario ¿Cuántos en las filas del Revolucionario Institucional se atreverían hoy a declararse partidarios de lo colectivo por encima del interés particular, de las organizaciones sociales por encima del individualismo ciudadano? Seamos sinceros, a juzgar por los hechos, deben ser pocos los priístas del siglo XXI que realmente profesan la ideología plasmada en los estatutos de su partido.

Pero al margen de partidos políticos e ideologías, siete de cada diez personas consideran que sí hay materia para festejar los logros conseguidos tras la Revolución Mexicana. Cuando inició el siglo XX éramos una sociedad de analfabetos en la que la inmensa mayoría carecía de lo mínimo, por lo que la esperanza de vida apenas rebasaba los treinta años. Éramos un país donde las libertades de expresión y asociación no existían; donde el sufragio efectivo era un sueño; una nación condenada al autoritarismo y a la injusticia producto de la reelección interminable de autoridades carentes de toda legitimidad. Cien años después los mexicanos seguimos luchando por conseguir que realmente se cumplan todos los preceptos plasmados en la Constitución de 1917, pero sin duda tenemos mucho que festejar.

El 2010 se aproxima y las predicciones apocalípticas empiezan a escucharse con mayor frecuencia. Los problemas económicos, políticos y sociales que estamos viviendo en México parecen apuntar a que el ciclo de-diez-a-diez se puede repetir. No son pocos -29%- quienes están convencidos que en el próximo año habrá un gran movimiento social en nuestro país. A ellos se suma otro 34% que opina que hay cierta probabilidad de que eso ocurra, aunque no mucha.

De ninguna manera soy partidaria del destino irreductible, pero no dejo de pensar que debían ser muy pocos los mexicanos que en 1909 sospechaban que, apenas pasaran los festejos por el centenario de la Independencia, México sería el escenario de la primera gran revolución social del siglo XX.

No hace mucho paseando por la Feria del Libro de Madrid cayó en mis manos un ejemplar de "El México de Porfirio Díaz. Estudio sobre el desenvolvimiento general de la República mexicana", edición que formó parte de la colección "A través de América" de F. Sempere y Compañía, Editores, con fecha de publicación: octubre de 1910.

En este libro, en el que el español Julio Sesto estampara como dedicatoria "Pueblos anárquicos: miraos en este espejo", el autor describe las condiciones, según su muy particular apreciación, de la prensa, el arte, el trabajo, los negocios, la agricultura y las ciencias en el México porfiriano, trabajo que al decir de los editores fue de tal éxito, que la primera edición se agotó a los pocos meses de haber salido.

En el capítulo final de tan solicitada obra y que lleva por título "Algo sobre el general Díaz y el mañana de México", Sesto afirma, dos meses antes de que estallara la Revolución, que: "...hoy que se ha dado en preguntar en México hacia dónde vamos, asumiéndose una actividad pesimista que no tiene por qué posesionarse de ella los mexicanos en tan sumo grado... No hay, pues, ninguna amenaza para el mañana de México. La estabilidad económica y la estabilidad de la actitud pasiva del pueblo garantizan la paz en aquella tierra... Habrá sencillamente mutaciones de regímenes políticos puramente internos y de fórmula, los que, si se llevan a cabo con prudencia, no comprometerán el orden... Hay una gran fuerza de sabiduría comprimida por un grupo de mexicanos ilustres que, cuando sea aplicada, hará marchar al país quizá mejor todavía que hoy."

Perdone señor Madero / no fui a la Revolución / pa volverme hacendado / y convertirme en patrón Y si acaso no cumplimos / lo que ya se prometió / se irá otra vez a las armas / de nuevo a la rebelión. Corrido de la entrevista de Zapata y Madero, José Muñoz Cota

Una herencia ambigua

Publicación del jueves 20 de noviembre de 1997

In memoriam

Una herencia ambigua

Lorenzo MEYER

     Este 20 de noviembre nos encontramos, de  nuevo, frente a la Revolución Mexicana o, para ser más exactos,  frente a su memoria, puesto que el gran acontecimiento político que  marcó al grueso del Siglo XX mexicano hace tiempo que dejó de tener  vitalidad y hoy es, básicamente, recuerdo y, sobre todo, herencia.  En efecto, los grandes temas que hoy constituyen la agenda política  de nuestro país están planteados y se desarrollan no como  prolongación del gran movimiento político, social, económico y  cultural que cimbró a la nación entre 1911 y 1916, sino, en parte,  como una reacción contra la herencia que dejó ese movimiento.

    Los temas que están en el centro del debate y de la lucha  política mexicana actual son, por lo menos, cuatro grandes  procesos. El primero es la reforma del Estado -que, en nuestro  caso, es básicamente el cambio de régimen- y que busca transformar  precisamente el sistema de gobierno que México heredó de su  revolución de principio de siglo. El segundo proceso, muy ligado  con el anterior, lo constituye la reconstrucción, de arriba abajo,  del edificio jurídico, del sentido de lo legal y lo justo, pues  para todo propósito práctico el Estado de Derecho es hoy  inexistente en México y su lugar lo ocupa la discrecionalidad de  sus autoridades y una corrupción rampante; la sociedad está a  merced de las decisiones de los individuos en posiciones de poder  -del policía al Presidente- y que poco tienen que ver con la letra  y menos con el espíritu de la ley. En tercer lugar, está el  acelerado proceso de globalización, es decir, de apertura e  integración de nuestro país a las grandes corrientes mundiales de  mercaderías (incluidas las drogas prohibidas), de capitales y  migración (documentada e indocumentada). Finalmente, un cuarto gran  proceso se centra en el debate y la lucha producto de los efectos  acumulados de los fenómenos económicos sobre regiones, clases y  grupos sociales; la acumulación de capital se da hoy en un contexto  de concentración aguda de riqueza y pobreza, de polarización, de  crecimiento de la masa de mexicanos que viven en el filo de la navaja.

    ¿Qué significado tiene la Revolución Mexicana frente a los  grandes problemas y desafíos que conforman la agenda política del  fin de siglo mexicano? La respuesta es contradictoria. Por un lado,  la "revolución ideal" -el espíritu que la animó- aún puede ser  fuente de inspiración y ahí está el movimiento zapatista de Chiapas  como botón de muestra. Sin embargo, por otro lado, no se puede  negar que la "revolución real", la que realmente ocurrió y no la  imaginada ni la del discurso, resultó ser, en mayor o menor medida,  una de las causas de los problemas mal resueltos o simplemente no  resueltos, a los que nos enfrentamos hoy y que hacen de la vida  colectiva mexicana una experiencia llena de frustraciones y  peligros. Veamos con detalle esta afirmación.

    El cambio de régimen.- En 1910, la rebelión encabezada por  Francisco I. Madero fue un llamado al sentido de la dignidad de los  mexicanos para poner fin a un sistema político antidemocrático,  cerrado, oligárquico, humillante, donde sólo los pocos podían  "hacer política", y siempre en beneficio propio o del pequeño grupo  al que pertenecían.

    La violencia que se inició en 1910 fue el recurso ciudadano de  última instancia para confrontar una situación donde el discurso  oficial hacía constantes referencias a los grandes valores que  guiaban la conducta del presidente Díaz y su gobierno, pero donde  en realidad dominaba lo contrario: falta de respeto a los derechos  individuales -su vigencia dependía de las circunstancias-, nula  efectividad del voto -no había ciudadanos, sólo súbditos- y una  corrupción y abuso del poder sistemáticos.

    El levantamiento contra Díaz se hizo en nombre de los  principios democráticos y morales contenidos en las constituciones  del Siglo XIX y nunca aplicados. Sin embargo, una vez que el nuevo  régimen se institucionalizó, no fue la democracia ni la ética las  que emergieron, sino un régimen autoritario más refinado que el del  pasado: menos personalizado, más eficaz e igualmente corrupto. El  lugar que una vez ocupara un dictador benévolo le fue entregado a  un partido de masas (y de Estado) y a una Presidencia sin otro  límite que la no reelección, condición necesaria para  institucionalizar la renovación y evitar la esclerosis que había  acabado con el porfiriato.

    El fracaso de la Revolución como movimiento democrático ha  hecho necesario, desde hace tiempo, que una buena parte de la  energía colectiva de México se gaste no en tareas constructivas,  sino en superar los obstáculos que los intereses creados han puesto  para evitar que se haga realidad la demanda que hace 87 años se  plasmó en el Plan de San Luis, que el sufragio sea efectivamente la  fuente inicial e imprescindible de la autoridad.

    La justicia.- Aunque no sin esfuerzo, Díaz logró eliminar los  intentos que los liberales triunfantes hicieron por construir un  sistema judicial independiente.

    La Revolución nunca se propuso realmente rescatar la  independencia del Poder Judicial. La procuración de justicia del  nuevo régimen fue un proceso enteramente subordinado a las  consideraciones políticas de la Presidencia, y esa institución  tampoco permitió que los jueces marcharan por el camino de la  autonomía. No tuvo que invertir mucho esfuerzo para lograrlo, pues  la ausencia de un auténtico Poder Legislativo evitó que la  independencia de la Suprema Corte tuviera una base política y social.

    Sin más vigilancia que la del Presidente, procuradores y jueces  entraron -o más bien continuaron- en la espiral que ha hecho de la  justicia el desastre que es hoy. El indignado manifiesto que la  Suprema Corte acaba de publicar contra las interferencias del  procurador ("Reforma", 7 de noviembre) se topó con una sociedad que  no da crédito a ninguna de las dos partes y que apenas si espera  que un Poder Legislativo que apenas se estrena en la independencia,  genere las iniciativas y la energía para iniciar una limpieza tan  necesaria como la que Hércules hizo en los establos del rey Augías.

     Nacionalismo y globalidad.- El nacionalismo fue una de las  grandes fuerzas que impulsaron a, y fueron impulsadas por, la  Revolución Mexicana. Fue ese un nacionalismo que se enfrentó a las  potencias europeas, pero, sobre todo, a Estados Unidos.

     Hoy, el signo de los tiempos es la globalidad, la apertura de  los mercados, la universalidad de los valores y la cultura. El  nacionalismo revolucionario, que siempre fue más radical en el  discurso que en la realidad, es hoy visto por las elites políticas  y económicas como una reliquia y un obstáculo para ganar el futuro,  futuro que en buena medida pasa por la integración de nuestra  economía a la de Estados Unidos.

    Del nacionalismo económico revolucionario casi lo único que  queda es la defensa de Pemex, pero es una tarea que se dificulta  por la historia de corrupción en gran escala de la empresa  paraestatal. Hace tiempo que el nacionalismo político, basado en el  principio de no intervención, terminó por ser casi la defensa de la  clase política mexicana frente a las críticas y el escrutinio del  exterior. Sin embargo, valores globales como la democracia, los  derechos humanos o la defensa del medio ambiente, ya no retroceden  ante la invocación de la soberanía y la autodeterminación, como lo  pudo comprobar el Presidente en su reciente viaje a Francia, donde  chocó con los defensores internacionales de los derechos humanos.  El nacionalismo cultural tuvo su mejor momento hace muchos años, y  no todo en él fue positivo, pues en parte fue usado para presentar  en muros y pantallas una Revolución Mexicana más generosa y exitosa  de lo que en realidad era.

    La justicia social.- El grito más profundo y ético que lanzó la  Revolución no fue el de "sufragio efectivo y no reelección", sino  el de "Tierra y Libertad", es decir, justicia social y dignidad.  Ese fue el sentido histórico de fondo del movimiento  revolucionario: la demanda de poner fin a la herencia de una  sociedad conquistada, explotada, discriminada y humillada desde el  siglo XVI. Ese fue, y sigue siendo, el corazón del huracán político  que azotó México de 1910 a 1920; esa fue y es la justificación, si  es que finalmente la tiene, de la terrible violencia que entonces  se desató sobre México.

    Las matanzas, los fusilamientos, el hambre, las epidemias, los  incendios, el saqueo, las violaciones, podrían redimirse si  finalmente la Revolución hubiera creado un México que hubiera  superado su secular división entre los pocos que tienen mucho y los  muchos que tienen muy poco. Eso fue lo que demandó el zapatismo, lo  que prometieron en Querétaro los constituyentes de 1916, y eso fue  lo que buscó Lázaro Cárdenas al distribuir lo que en su momento era  la principal fuente de riqueza y desigualdad entre los mexicanos:  la tierra. Pero el impulso justiciero no se sostuvo, se pervirtió.  A los porfiristas que sobrevivieron a la ola revolucionaria, pronto  se les unieron un buen número de líderes revolucionarios y  postrevolucionarios. Para mediados del siglo ya estaban sentadas  las bases de la nueva desigualdad o, si se quiere, ya estaba  soldada de nuevo la cadena de la desigualdad histórica.

    La enorme energía desatada por la globalización actual del  comercio y las finanzas tiene, como una de sus contrapartidas, el  aumento de las distancias que separan a los mexicanos que pueden  aprovechar las nuevas oportunidades y aquellos que por su educación  y posición en la escala social simplemente no están en posibilidad  de hacerlo. Es verdad que la desigualdad creciente no es un  fenómeno exclusivo de México. El Informe Mundial sobre el  Desarrollo Humano de 1997 nos dice que en 1994 la distancia que  separaba al 20% más rico de la tierra del 20% más pobre y que en  1960 era de 30 veces, hoy es de 78. Y en México, en 1995, el  ingreso acumulado por su ciudadano más rico -6,600 millones de  dólares- equivalía al de 17 millones de los mexicanos más pobres  (Alain Gresh, "Las sombras de las desigualdades", Le Monde  Diplomatique, septiembre-octubre, 1997). Justamente lo que la  Revolución pretendió en su mejor momento fue sacar al país de las  tendencias mundiales en el campo de la injusticia. Evidentemente no  lo logró y hoy la estructura social de México no se distingue de la  del resto de los países latinoamericanos donde no hubo revolución.

    ¿Qué queda?- A 87 años del lanzamiento del Plan de San Luis  ¿qué queda del movimiento al que esa proclama dio inicio? Sin  pretender agotar la respuesta, se puede aventurar que permanecen,  por un lado, el escepticismo frente al resultado final de la vía  violenta como forma para transformar radicalmente la realidad  colectiva, pero por el otro, la utopía.

    La Revolución Mexicana, a diferencia de las otras de antes o  después, fue más bien modesta. No pretendió crear al "hombre  nuevo". Nunca se vio a sí misma como parte central de un gran  proceso histórico escrito de antemano, y enmarcado por una  ideología totalizadora, y que buscaba transformar a escala mundial  la naturaleza misma de la sociedad humana. Su objetivo siempre  estuvo a la altura del ciudadano promedio y no del héroe. Buscó  simplemente hacer del gobierno un instrumento sujeto a la voluntad  ciudadana, responsable y comprometido con los intereses de los más  desprotegidos. Se propuso poner fin a las diferencias históricas de  clase y raza y erradicar la pobreza, al menos la extrema, mediante  la subordinación del derecho de propiedad privada a las necesidades  colectivas. Finalmente, se propuso liberar a México de la tutela  del "Destino Manifiesto" y labrar para el país una independencia  mayor, a pesar de estar obligado a vivir a la sombra de una gran  potencia. En suma, la Revolución Mexicana fue una lucha por la  dignidad, sin dogmatismos y con una razonable confianza en la  capacidad de los mexicanos para ser "los arquitectos de su propio  destino". Sin olvidar las fallas, es la generosidad de la  Revolución lo que podemos y debemos rescatar este 20 de noviembre.

* *

Escándalo.- La indefensión de los mexicanos frente a la ola  criminal que desde hace tiempo azota al país ya es un escándalo. La  policía y el aparato judicial no son parte de la solución, sino  elemento constituyente del problema. Hay, por tanto, que sumarse a  la propuesta de (el escritor) René Delgado y movilizarnos como  ciudadanos para exigir que el gobierno cumpla su obligación mínima,  que es la de proteger la seguridad de los particulares. Si la  autoridad no puede hacer eso, entonces no tiene razón de ser.-  L.M.- México, D.F., noviembre de 1997.

Enciclopedia Hispánica REVOLUCIÓN MEXICANA

Enciclopedia Hispánica

REVOLUCIÓN MEXICANA

   Entre 1910 y 1920 México fue sacudido por una serie de luchas y revueltas conocidas como revolución mexicana, que intentaron transformar el sistema político y social creado por Porfirio Díaz. La revolución mexicana, que contribuyó a formar el México contemporáneo, no tuvo un carácter homogéneo, sino que consistió en una serie de revoluciones y conflictos internos, protagonizados por distintos jefes políticos y militares que se fueron sucediendo en el gobierno de la nación. En sus orígenes, las primeras tentativas revolucionarias, inspiradas por Francisco I. Madero, pretendían el derrocamiento de Porfirio Díaz, que se había mantenido en el poder durante más de treinta años. Tras el triunfo de los maderistas, la necesaria reconstrucción del país se vio dificultada por las disputas entre las propias facciones revolucionarias.

Después del asesinato de Madero, hubo nuevas luchas en las que triunfó Venustiano Carranza, quien promulgó la constitución de 1917, paso decisivo para la organización del estado posrevolucionario. No obstante, los sectores más radicales de la revolución mantuvieron la lucha hasta 1920.

           La revolución maderista   La revolución mexicana nació en un panorama de insatisfacción contra la política elitista y oligárquica de Porfirio Díaz, que había favorecido a los estamentos más privilegiados, sobre todo a los terratenientes y a los grandes capitalistas industriales. Si bien el país gozaba de prosperidad económica, las continuas reelecciones de Díaz causaban insatisfacción política entre las nacientes clases medias, en tanto que los beneficios de la prosperidad no habían alcanzado a los grupos más pobres de la sociedad.

  Madero, un rico terrateniente del norte del país, propuso una fórmula de compromiso político según la cual Díaz mantendría la presidencia y aquél, desde la vicepresidencia, iniciaría un proceso de reforma. Tras el rechazo de Díaz a la propuesta, Madero fue postulado candidato a la presidencia para las elecciones de 1910 por el Partido Antirreeleccionista, que incluía a intelectuales como Filomeno Mata y José Vasconcelos.

Díaz hizo detener a su oponente y se declaró vencedor en las fraudulentas elecciones de junio, pero Madero logró escapar de la prisión y publicó en la localidad texana de San Antonio su célebre plan de San Luis Potosí, en el que denunciaba el fraude electoral e incitaba a la población a que se uniera a una sublevación el 20 de noviembre. Escasos fueron los levantamientos en la fecha señalada, pero el llamamiento contribuyó a alentar la sublevación posterior en diversos puntos de México. En el norte, en Chihuahua, Pascual Orozco y Francisco (Pancho) Villa, con unas tropas improvisadas, empezaron a asaltar las guarniciones gubernamentales; y en el sur, en Morelos, Emiliano Zapata llevó a cabo una sangrienta campaña contra los caciques locales.

  Otros focos revolucionarios destacados fueron Sonora, con José María Maytorena, y Zacatecas.

  Poco a poco se fue hundiendo el régimen de Díaz, cuyo ejército, dirigido por envejecidos militares, no supo hacer frente a las guerrillas revolucionarias. En la primavera de 1911, tras la caída de Ciudad Juárez, Díaz se vio obligado a renunciar y entregar el poder a Madero.

           Presidencia de Madero   Después de un breve gobierno provisional, Madero fue electo presidente en octubre de 1911. Inicialmente su régimen fue acogido con entusiasmo por el pueblo, pero pronto se vio enfrentado al descontento de los campesinos, que reclamaban una reforma agraria, y al de los hacendados, que deseaban sofocar el radicalismo de los seguidores de Zapata. En noviembre de 1911, éste se rebeló contra Madero en Morelos a causa del retraso en la restitución de las tierras a las comunidades indígenas, punto que se había acordado en el plan de San Luis. Asimismo, Orozco optó en Chihuahua por la lucha armada ante la resistencia a poner en marcha la reforma agraria y nacionalizar el ferrocarril.

  Por otro lado, los sectores fieles al derrocado sistema porfirista, y los Estados Unidos, que veían peligrar sus intereses comerciales y petrolíferos, también contribuyeron a desestabilizar el gobierno maderista.

  Las tensiones llegaron al límite cuando estalló la revuelta de Félix Díaz, sobrino de Porfirio Díaz, que se enfrentó con las tropas federales del general Victoriano Huerta en la misma ciudad de México. El 18 de febrero de 1913, después de nueve días de bombardeos, conocidos como "la decena trágica", Huerta y Díaz se entrevistaron con el embajador estadounidense Henry Lane Wilson, y los tres concretaron un pacto contra Madero. Huerta asumió la presidencia de México y detuvo a Madero, que fue asesinado a los pocos días.

        El gobierno de Victoriano Huerta   Las primeras medidas del nuevo presidente, tales como la prohibición de la libertad de prensa, la eliminación de destacados revolucionarios y la persecución de los movimientos obreros, contaron con el apoyo de los sectores más conservadores. Sin embargo, la oposición se organizó y pronto estalló una nueva insurrección en diferentes puntos.

  En el norte, en los estados de Chihuahua, Sonora, Sinaloa y Tamaulipas, se sublevaron Venustiano Carranza y Pancho Villa; y en el sur, en Morelos, Zapata volvía a erigirse en líder de la revuelta. La alianza entre ambas facciones, tras el acuerdo de Guadalupe, y el apoyo del presidente de los Estados Unidos Woodrow Wilson a la causa revolucionaria, con el envío de tropas a Veracruz, llevaron a Huerta a exiliarse en julio de 1914.

           Luchas revolucionarias   La designación de Carranza como nuevo presidente el 20 de agosto de 1914, en contra de las ideas de Villa, desató una nueva época de anarquía y luchas entre los distintos bandos revolucionarios. En el sur operaba el movimiento insurreccionista de Zapata, de carácter campesino y centrado en Morelos, que pedía la restitución de las tierras y la expropiación de los latifundios. Se trataba de una facción unida y coherente, pero con pocas posibilidades de triunfar debido a la limitación de sus planteamientos sociales, centrados en el problema agrario, y a la incapacidad de su ejército para extender la revolución por todo el país. Por su parte, Villa, en Chihuahua, defendía también las reivindicaciones campesinas y contaba con el apoyo de un amplio sector popular.

  El denominado "ejército constitucionalista" de Carranza era mucho más profesional y contaba con el respaldo, no de los campesinos, sino de los obreros, los mineros y los intelectuales.

  En la convención de Aguascalientes intervinieron representantes carrancistas, zapatistas y villistas y comparecieron Álvaro Obregón, aliado de Carranza, y Villa. En ella se intentó conciliar las facciones en lucha, pero resultó un rotundo fracaso. Se puso de manifiesto la rivalidad existente entre Villa y Carranza, y tan solo se pudo llegar a la designación de Eulalio Gutiérrez como presidente interino de la nación.

  Villa solicitó la ayuda de Zapata y ambos se enfrentaron a las tropas de Obregón y Carranza, que tenían el apoyo de los Estados Unidos. Los primeros fueron derrotados en 1915 en la batalla de Celaya y decidieron retirarse a sus respectivos estados. Zapata regresó a Morelos y allí fue asesinado en 1919 en una emboscada. Por su parte, Villa reorganizó su ejército en Chihuahua y, aunque fue vencido en Agua Prieta, aún pudo mantener una guerrilla, con la que realizó varias incursiones contra los Estados Unidos (a los que acusaba de apoyar a Carranza). La actitud belicosa de Villa obligó a los estadounidenses a enviar al general John J. Pershing en su persecución.

        El gobierno de Venustiano Carranza   Al acceder de nuevo a la presidencia, en 1915, Carranza se dedicó a reorganizar el país, mientras las tropas de Obregón batían los focos de rebelión. Una de sus más importantes labores fue promover la elaboración de la llamada constitución de Querétaro, promulgada en 1917, que confería amplios poderes al presidente, daba al gobierno derechos para confiscar las tierras de los latifundistas, introducía medidas laborales referidas a salarios y duración de jornadas, y se mostraba decididamente anticlerical.

  Además, Carranza fue eliminando paulatinamente a sus anteriores enemigos. No obstante, en 1920, su decisión de dispersar una huelga del sector ferroviario en el estado de Sonora significó el hundimiento de su prestigio personal. Abandonado por sus seguidores, incluido Obregón, quedó solo en el poder; después de que Obregón lo hizo escapar de la ciudad de México, fue asesinado en su huida el 21 de mayo de 1920.

  Tras la muerte de Carranza, Adolfo de la Huerta asumió la presidencia interina hasta que Obregón fue elegido en las elecciones de noviembre de ese mismo año.

Para muchos historiadores, la fecha de 1920 marcó la finalización de la revolución mexicana. Sin embargo, las revueltas militares y las situaciones de violencia esporádica prosiguieron hasta 1934, cuando llegó a la presidencia Lázaro Cárdenas, quien institucionalizó las reformas que se habían iniciado en el proceso revolucionario y que se legitimizaron con la constitución de 1917.

La Revolución vista desde 2000

Publicación del domingo 19 de noviembre de 2000

La Revolución vista desde 2000

Sustitución de un dictador por otro

Por Lorenzo MEYER

El pasado nunca descansará en paz.— El pasado siempre está cambiando, o, mejor dicho, la imagen que de él tenemos. A un decenio de que perdió el poder el Partido Comunista de la URSS, el zar Nicolás II ha adquirido formalmente la calidad de santo, en tanto que los monumentos a Lenin desaparecen como la guardia del ejército y las multitudes en su mausoleo. ¿Y qué hay en México de Díaz, Madero y la Revolución hoy que el PRI de los 71 años está a punto de ser echado del poder por la democracia?

Lo acontecido a individuos o comunidades que sobrevive al olvido, lo que finalmente queda grabado en la memoria individual o colectiva —a esto último es a lo que llamamos historia—, siempre está siendo sometido a revisión. “La historia juzgará”, se dice, pero en realidad la expresión carece de sentido. La fértil y poética imaginación de los griegos decidió que la bella Clío —una de las nueve musas— fuera la encarnación de la historia. Pero “la historia” como tal no existe y, por lo mismo, no puede emitir ningún juicio y menos definitivo y final. Lo que hay en la prosaica realidad es una variedad de historias e historiadores, cada uno con su ramillete de valores, prejuicios e intereses, que presentan distintas versiones y, sobre todo, diferentes interpretaciones, sobre el pasado.

Pero la imagen de ese pasado no sólo cambia según la mirada de quien lo imagina y examina, sino que con el correr del tiempo los valores y técnicas de quien lo interroga van cambiando y, por tanto, las respuestas. En efecto, aunque no lo quiera, el historiador siempre verá al pasado en función de su presente, del aquí y ahora, de sus esperanzas y temores. En la medida en que los problemas y los retos de cada generación cambian, las preguntas y respuestas que se hacen y se obtienen del pasado se modifican. Siempre habrá algo nuevo en lo que ya dejó de ser.

La Revolución mexicana a juicio.— Las revoluciones son eventos extraordinarios que, como los cometas, sólo iluminan el cielo social muy de vez en cuando, pero cuando lo hacen resultan un espectáculo formidable y sobrecogedor. Muchas generaciones tienen la buena o mala fortuna —el calificativo depende del punto de vista particular— de no haber experimentado directamente el indeleble impacto de una revolución. Sin embargo, cuando el fenómeno tiene lugar, la fuerza de ese cataclismo social deja huella profunda, marcas imborrables, y mucho tiempo después de los acontecimientos las sociedades siguen experimentando sus efectos y debatiendo su naturaleza.

Las revoluciones americana y francesa tuvieron lugar en el siglo XVIII, pero los ciudadanos de esos países siguen teniéndolas por momentos fundacionales sin los cuales no pueden explicar su presente y los objetivos de cara al futuro. La revolución rusa de 1917 continúa generando una impresionante cantidad de estudios, pero de ser objeto de glorificación ha pasado a ser sujeto de severa crítica. A ella se le atribuyen el grueso de los muchos males de la Rusia de hoy.

La Revolución mexicana, aunque tuvo un impacto mundial modesto —su espíritu era universal, pero su capacidad de acción más allá de nuestras fronteras fue limitada—, es vista como parte de la familia de las grandes revoluciones del siglo XX. Y si bien en términos internacionales la literatura que se ha producido alrededor de los eventos que tuvieron lugar en México de 1910 a 1920 y sus consecuencias es mucho menor que la atención dedicada a las revoluciones rusa, china, cubana o vietnamita, los dos volúmenes que el profesor Friedrich Katz publicó hace un par de años en inglés y español sobre la figura de Francisco Villa (1998) muestran que, si bien hace mucho que el corazón de la Revolución mexicana dejó de latir, su recuerdo continúa vivo.

Así, el auditorio principal de la sede del Partido Revolucionario Institucional se llama “Plutarco Elías Calles”, pero una organización urbana muy combativa adoptó el nombre de uno de sus adversarios: “Francisco Villa”, y en Chiapas los indígenas rebeldes bautizaron a su pequeño, pero empeñoso ejército como “zapatista”.

El detonador inmediato y directo de la rebelión que estalló al final de 1910 en México fue una fractura dentro de la propia elite del poder. El estilo personal de gobernar de Porfirio Díaz hizo que las mismas figuras repitieran una y otra vez como secretarios de Estado, gobernadores, jefes políticos de distrito, presidentes municipales, diputados locales y federales, senadores, etcétera. Ese inmovilismo había marginado también a una parte de la propia oligarquía; familias de importancia regional, simplemente no podían llegar a los puestos de decisión de sus estados o municipios, porque estaban acaparados por un círculo de hierro de los leales a Díaz que se negaban a permitir alguna forma de “circulación de las elites”. Entre esos marginados estaba la familia Madero de Coahuila.

Por otro lado, la naturaleza oligárquica del régimen porfirista había cerrado casi toda posibilidad de ascenso social y presencia política a la pequeña, pero creciente clase media urbana y ranchera que se había desarrollado en México como resultado del “orden y progreso” impuesto por el dictador oaxaqueño. Finalmente, en el ancho piso social los campesinos y la naciente clase obrera sólo experimentaban los rigores de “el orden” pero “el progreso” carecía en absoluto de sentido y contenido.

Francisco I. Madero, con apenas 37 años y con una visión amplia del mundo, producto de su educación en México, Europa y Estados Unidos, lleno de energía y considerando un deber moral hacer de México un país moderno —de ciudadanos y no de súbditos—, no estaba dispuesto a seguir esperando por una oportunidad que parecía no llegar nunca. Cuando un Porfirio Díaz de 80 años se retractó de las declaraciones hechas al periodista James Creelman —dijo que ya no buscaría una nueva presidencia, pues México ya estaba maduro para la democracia— se volvió a reelegir y se dispuso a iniciar en 1910 la que sería su íoctava presidencia!, la paciencia de Madero y de una buena parte del pequeño, pero muy activo círculo de opositores de clase media se agotó.

Madero, el joven miembro de la oligarquía, preparado y lleno de visiones de un futuro donde efectivamente existiera el Estado de Derecho, logró unir a su impaciencia la energía e imaginación surgida de la frustración de la marginada clase media, y juntos se lanzaron a la cruzada antirreeleccionista. Por sí mismos, Madero y su pequeño grupo no pudieron llegar muy lejos —los hermanos Aquiles Serdán probaron en Puebla lo imposible y mortal de la rebelión en solitario—. Lo extraordinario de la situación a que Madero dio lugar ocurrió al inicio de 1911, cuando en nombre de la democracia, él joven oligarca y los frustrados antirreeleccionistas lograron hacer contacto y obtener el apoyo de personajes efectivamente populares y con madera de líderes —Pascual Orozco, Francisco Villa, Emiliano Zapata y el resto— e iniciaron una modesta pero sorpresiva rebelión de las masas en el norte del país, que coincidió con otra similar en Morelos.

Es muy difícil determinar hasta qué punto las bases populares de la rebelión de 1910 simplemente aprovecharon las circunstancias propiciadas por la división en la cumbre de la pirámide social para lanzarse contra un orden establecido que les negaba casi todo y les exigía mucho, y hasta qué punto lo hicieron en apoyo de una idea tan compleja y tan ajena a su vida como era la democracia política: una auténtica utopía en la realidad mexicana.

En unos cuantos meses la rebelión se extendió, y un régimen basado más en el consenso de las elites que en la fuerza se vino abajo. En su renuncia presentada el 25 de mayo de 1911 al Congreso, un genuinamente sorprendido y, sobre todo, dolido, Porfirio Díaz, afirmó: “El pueblo mexicano, ese pueblo que tan generosamente me ha colmado de honores... se ha insurreccionado en bandas milenarias armadas... No conozco hecho alguno imputable a mí que motivara ese fenómeno social”. Y pese a no admitir culpa alguna por lo que acontecía, pero no deseando ser causa de más derramamiento de sangre ni de la ruina del crédito internacional de México, Díaz, con su ejército casi intacto, anunció que renunciaba “sin reserva” al cargo que había acaparado por tres decenios. Confiaba el viejo caudillo, según el último párrafo de su renuncia, que “calmadas las pasiones que acompañan a toda revolución”, se hiciera un juicio correcto, justo, de su obra para que pudiera morir sabiendo que el pueblo mexicano finalmente le tenía, por fin, en la misma estima en que, según él, siempre había tenido a sus compatriotas. No fue el caso, porque en la práctica Díaz siempre mostró una baja estima para el grueso de los gobernados.

El juicio.— Don Porfirio murió en el exilio en 1915, es decir, cuando las pasiones desatadas por la Revolución no sólo no se habían calmado sino que iban en aumento. Ochenta y cinco años más tarde esas pasiones que sacaron a Díaz del poder ya se calmaron, pero los restos de don Porfirio siguen aún en tierra extranjera. Y es que si bien la carrera y obra del héroe del 2 de abril puede apreciarse ya con mayor objetividad, y sin duda hay mucho de positivo en ellas, tanto en la etapa que luchó contra los intervencionistas franceses como en su esfuerzo posterior, desde la presidencia, por pacificar y modernizar al país. Empero, el aprecio no ha surgido porque el reverso de la medalla sigue siendo juzgado con dureza, sobre todo en esta época de ascenso de lo que Díaz siempre negó: la democracia.

La naturaleza del porfiriato fue la propia de un régimen que ofrecía un respeto formal a las normas legales —la Constitución de 1857— pero que en la práctica aplicó las opuestas y subvirtió de manera permanente el Estado de Derecho. La medida real de la estima en que el presidente por 30 años tenía a sus compatriotas la dan no sus palabras de despedida, sino la manipulación sistemática del proceso electoral y la corrupción también sistemática que toleró en beneficio de un puñado de leales.

Finalmente, el México de Díaz fue un país de súbditos sin derechos, no de ciudadanos; y la falta de equidad, de sentido de la solidaridad en la sociedad oligárquica que contribuyó a crear y estabilizar, produjo esa deformación monstruosa denunciada con pasión por don Andrés Molina Enríquez y que robó de su dignidad mínima a la mayoría. Nadie que no fuera Díaz pudo llamar a cuentas a ningún alto funcionario y en cuanto a Díaz mismo y antes de la rebelión maderista, nadie, absolutamente nadie, pudo nunca exigirle cuenta de sus actos a Díaz.

En suma, hasta 1910 el único soberano en México era Díaz y en ningún momento el pueblo. Tan fuerte fue la herencia negativa porfirista que la Revolución no la acabaría sino que terminaría por incorporarla... íy porfirizarse!, pero sustituyendo al dictador de carne y hueso por uno, en principio, sin límite en el tiempo: el presidencialismo priísta.

Madero destruyó políticamente al viejo régimen sin causar grandes daños a la colectividad, pero las expectativas que generó con su llamado a las clases medias y populares, y la enorme tarea de modernización política que asumió, resultaron muy superiores a sus capacidades para manejarlas y llevarla al cabo.

Del pequeño gran hombre de Coahuila, lo rescatable no es su calidad como gobernante sino su sentido del deber, su generosidad, imaginación, valor y voluntad. No fue un santo laico, pero sí fue notable el esfuerzo que hizo para devolverle a la política su sentido ético.

Madero falló en la construcción del nuevo régimen —el arte más difícil en la política, según lo demostró Maquiavelo—, pero no fue él el único, ni siquiera el más importante. En un sentido más profundo, la que falló fue la sociedad mexicana de entonces: se falló a sí misma. La impaciencia e intransigencia de Zapata es comprensible, pero en nada ayudó a facilitar la transición, menos comprensible y menos justificable resultó la impaciencia y ambición de Orozco.

No por predecible, resultó menos trágico el egoísmo, cerrazón, falta de grandeza y de sentido de responsabilidad de la oligarquía y el ejército; al final, la cortedad de sus miras les llevó al precipicio. ¿Y qué decir de la prensa?, casi toda sumisa en 1910 y casi toda hipercrítica y amarillista para 1913. Desde luego, ni hablar de la masa que tras el golpe militar quemó el periódico maderista y vitoreó a los golpistas.

A noventa años de 1910 la lección es ésta: la responsabilidad final en nuestro actual proceso de transición no es sólo de sus líderes, sino también de nosotros.— L.M.— México, D.F., 18 de noviembre de 2000.

Frutos de la Revolución

Publicación del jueves 19 de noviembre de 1998

Frutos de la Revolución

El fin de la economía moral

Lorenzo MEYER

     El sentido de la injusticia.- Una manera de explicar la  revolución de 1910 es ligar su estallido a la crisis económica que  tuvo lugar tres años antes, en 1907. Se trata de una explicación  mecánica, pobre y que no hace justicia a los esfuerzos, sacrificios  y objetivos de quienes participaron en una lucha que iba a marcar a  todo el resto de nuestro siglo. Si las crisis económicas bastaran  para producir revoluciones, el PRI habría desaparecido poco después  de 1982, lo que no es el caso. Y es que las revoluciones y  rebeliones son fenómenos muy complejos, donde las variables son  muchas y difíciles de definir, y donde se combinan factores  económicos con otros, tan o más importantes, de naturaleza cultural  y ética. La indignación moral es un elemento necesario aunque no  suficiente, de cualquier insurgencia social.

    En ciertas sociedades, antes de que existiera la moderna  economía de mercado hubo otra economía que obedecía a una lógica  distinta. En ese tipo de economía, y a los ojos de las clases  subordinadas, el poder público y las clases dominantes tienen la  obligación de preservar un mínimo de protección para las formas de  vida de los que se encuentran en la base de la pirámide social. Se  trata de un compromiso de orden superior y propio de una relación  paternalista. Por ello, cuando unilateralmente las clases  dirigentes dejan de cumplir el acuerdo histórico como resultado,  por ejemplo, del avance del capitalismo, la reacción de los  afectados es la propia de los ofendidos. Al dejar que sea la ley de  la oferta y la demanda la que moldee las condiciones de vida de los  pobres en las épocas de escasez y crisis, éstos pueden considerar  que sus superiores sociales y principales beneficiarios del arreglo  existente han renegado unilateralmente de su compromiso y por eso  han perdido su legitimidad.

    Para la explicación de los estallidos de violencia popular en  la Inglaterra del siglo XVIII, un historiador inglés, E. P.  Thompson, propuso tomar en cuenta la existencia de lo que él llamó  una economía moral. Se trató de un arreglo paternalista que en  épocas de crisis agrícolas obligaba a las clases propietarias y a  los gobernantes a moderar o, de plano, en situaciones extremas,  sacrificar las posibilidades de lucro en aras de evitar la  agudización de las condiciones de penuria y hambre de los  trabajadores en el campo y las villas. Sin embargo, con la adopción  por parte de los grupos dominantes de los principios del  liberalismo -particularmente debido a las influyentes ideas de Adam  Smith-, el viejo sentido de responsabilidad frente a los  subordinados fue desapareciendo. Así, en tiempos de escasez se  permitió que fuera el mercado y sólo el mercado el que decidiera  quién iba a conseguir el alimento básico -el grano, la harina y el  pan-, a qué precio y en qué condiciones y cantidad. Roto ese  antiguo acuerdo, los subordinados tuvieron elementos que  consideraban justos y necesarios para insubordinarse (Customs in  Common. Studies in Traditional Popular Culture, Nueva York, The New Press, 1993).

    Al estudiar con detalle esos estallidos de la furia popular  inglesa del siglo XVIII, Thompson llegó a esta simple, pero  importante conclusión: la miseria, el hambre misma, no es  suficiente para explicar la reacción violenta y destructiva de los  grupos populares. Para que esa violencia social estallase se  necesitaba, además, otro elemento: la convicción de que "los de  arriba" habían decidido romper el pacto de solidaridad mínima  existente con "los de abajo".

    En México.- En el México de la época colonial madura había un  arreglo de corte paternalista, no muy eficiente, pero que, en  principio, contaba con un mecanismo de economía moral similar a la  estudiada por Thompson para hacer frente a las épocas de crisis  agrícolas. En principio, por ejemplo, el sistema de alhóndigas o  depósitos de granos tenía, entre otros objetivos, usar los años de  vacas gordas para almacenar y luego poder distribuir por vía de la  autoridad el grano escaso y así aminorar los efectos entre la  población menesterosa de los inevitables años de escasez. La  independencia fue acabando con ese arreglo y, conforme avanzó el  siglo XIX, poco fue quedando del paternalismo estatal y la  filantropía privada no estaba en posibilidad de ocupar el vacío.

    El siglo XIX mexicano fue uno donde dominó el esfuerzo por  hacer prevalecer la lógica del mercado, aunque más en relación con  los trabajadores y menos en relación con los intereses de la  oligarquía. Obreros y peones fueron tratados más como mercancía que  como la parte medular de la nación en construcción, de esa  comunidad imaginada llamada México.

    El efímero régimen imperial de Maximiliano fue el último  intento por revivir el sentido de responsabilidad de los  gobernantes hacia los gobernados en el sentido colonial. La  República Restaurada y el Porfiriato fueron, o quisieron ser,  borrón y cuenta nueva. A partir de entonces, la relación entre  individuos, grupos y clases cada vez más se rigió por relaciones de  corte capitalista, es decir, de mercado. En sus aspectos más  populares -el zapatismo y en menor medida el villismo-, la  Revolución Mexicana terminó por ser una respuesta desde abajo a lo  que se interpretaba como una violación al sentido profundo de  justicia: el despojo de los viejos derechos de las comunidades  sobre sus tierras en beneficio de haciendas en proceso de  modernización y expansión. Lo mismo les ocurrió a los integrantes  de las antiguas colonias militares del norte: los presidentes  Juárez y Díaz les habían dado tierras y privilegios a cambio de  combatir "al indio bárbaro". Sin embargo, al desaparecer el peligro  apache tras la rendición de Jerónimo y aparecer el ferrocarril, las  tierras de esas colonias fueron, sin mucha ceremonia, puestas en el  mercado sin hacer caso de las protestas de los colonos, que a esas  alturas pasaron a ser una mera reliquia del pasado violento de la frontera.     

¿La Revolución, como el retorno de la economía moral?- El  movimiento armado de 1910 terminó por proponer para México la  construcción de un orden no liberal, de una economía no enteramente  supeditada a los dictados del mercado.

   En efecto, la Constitución del 17 fue un documento con  principios no siempre compatibles con los valores y principios de  la oferta y la demanda. Así, el documento fundamental sustrajo del  mercado a las tierras ejidales en una época en que la tierra era la  principal fuente de sustento para las clases populares, luego le  dio al trabajo asalariado una serie de derechos para evitar que el  capital lo tratara como una simple mercancía. La nueva Constitución  dejó bien establecida que la propiedad privada era un derecho  relativo, no absoluto, y que debía siempre supeditarse a las  necesidades de la comunidad, es decir, de la mayoría.

    Con el paso del tiempo, México ahondó su desarrollo capitalista  y la lógica que ese proceso exigía, pero al mismo tiempo el grupo  gobernante fue ampliando sus compromisos con las clases  mayoritarias, corrigiendo parcialmente la distribución desigual de  los beneficios propia del capitalismo con medidas derivadas de  principios superiores de justicia. A la educación gratuita y  obligatoria al nivel elemental se le añadiría con el paso del  tiempo la intermedia. El Seguro Social y el Issste significaron el  compromiso de dar al grueso de la población trabajadora el derecho  a la salud y a una vejez digna.

    Ceimsa primero y luego Conasupo fueron presentadas como la  modernización y extensión de la vieja alhóndiga: la regulación de  la distribución de los alimentos de primera necesidad en beneficio  de las mayorías. En los sesenta se puso en práctica el reparto de  utilidades, luego apareció el Infonavit para hacer efectivo el  derecho a la vivienda, más tarde el Coplamar, el Sistema  Alimentario Mexicano, etcétera.    La nacionalización de los ferrocarriles, la expropiación  petrolera primero y la de la industria eléctrica después, fueron  otra faceta del supuesto compromiso del gobierno y del régimen  mismo con la sociedad mexicana para, entre otras cosas, proveerla  de transportes y energía no a precios del mercado, sino a los  requeridos por el bienestar de la sociedad en su conjunto. Y la  lista de todo eso que llegó a constituir la red de seguridad de la  sociedad mexicana se puede extender a compromisos que incluían  créditos blandos a los ejidatarios, préstamos a tasas muy bajas a  los trabajadores y derechohabientes del IMSS y del Issste, etcétera.

    La realidad.- La famosa "economía mixta" de la postrevolución,  así como sus "políticas sociales", nunca cumplieron realmente con  la promesa del discurso revolucionario, aunque bajo el gobierno del  presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940) se acercaron como nunca  antes o después.

    La corrupción congénita del régimen que se estableció después  de la caída de Porfirio Díaz -una corrupción que estuvo presente  desde el inicio, pero que con el correr del tiempo se incrementó  hasta ser una de sus características centrales- y la ineficacia e  irresponsabilidad de una burocracia a la que nadie le podía pedir  cuentas, impidieron que las instituciones que constituían la red  mínima de seguridad de las clases populares funcionaran como debían.

    Sin embargo, de algo sirvieron e impidieron que fueran  únicamente las fuerzas del mercado las que asignaran los recursos  de que podrían disponer aquellos que formaban el ancho mundo de los  trabajadores del campo y la ciudad.

    El paternalismo autoritario en que cristalizó el movimiento de  rebeldía iniciado por Francisco Madero tuvo su culminación en lo  que José López Portillo llamó "el último gobierno de la  Revolución". En 1982 se inició el desmantelamiento de la peculiar  "economía moral" que hasta entonces había existido. Un Estado  quebrado dedicó el grueso de su energía a disminuir el déficit y a  dejar que el grueso de la sociedad diseñara y aplicara sus propias  estrategias de supervivencia. Así, por ejemplo, cada vez más  miembros de la familia fueron lanzados al trabajo formal o informal  para impedir que el ingreso de los hogares disminuyera en la misma  medida en que cayó el poder adquisitivo del salario; la migración a  Estados Unidos se convirtió en una fuente fundamental para el  sostenimiento de ciertas comunidades que de otra manera no habrían  podido sobrevivir; el crimen organizado es hoy una actividad  central de la economía y el narcotráfico sigue floreciendo  indiferente a la lucha en su contra. Pese a lo anterior, la pobreza  extrema ha aumentado en términos relativos y absolutos. De los 17  millones de extremadamente pobres de los que se habló en 1989 al  iniciarse el Pronasol, se pasó a los 24 ó 25 millones calculados  por Santiago Levy, de la Secretaría de Hacienda, a los 26 millones  de los que habló Enrique del Val al dejar la Secretaría de  Desarrollo Social, para llegar incluso a los 50 millones que se  reportan en las cifras del Inegi (Julio Boltvinik, "La Jornada", 16 de octubre).    Si alguna vez la Revolución creó un tipo de economía moral, hoy  ya no queda nada salvo eso que llaman "Progresa" y que, en la  práctica, no modifica la situación de los pobres (véase,  "Masiosare", "La Jornada", 15 de noviembre). El rompimiento en 1982  de lo que quedaba del pacto entre gobernantes y las clases  populares, llevó, entre otras cosas, a la insurgencia electoral de  1988, a la formación del PRD y al estallido de las rebeliones  chiapaneca y del EPR.    En la Inglaterra examinada por el profesor Thompson, la  economía moral no volvió a resurgir sino hasta la segunda  postguerra, con el "Estado Benefactor".

Pero éste no duró mucho, pues Margaret Thatcher casi lo  desmanteló y aunque hoy los laboristas tratan de revivirlo, aún no  logra recuperar la energía perdida. En México hoy no hay siquiera  la idea de volver a algún tipo de economía moral. El PRI ya no es  la fuerza todopoderosa que alguna vez fue, pero sigue controlando a  la mitad del electorado y con eso le basta para mantener la  decisión presidencial de sostener a la ley de la oferta y la  demanda como el principio guía de su política. Y aun si el  presidente decidiera otra orientación, las fuerzas externas le  dificultarían seguirla. Por ahora, y desafortunadamente, no hay  posibilidades de pensar en una economía moral para México.- L.M.-  México, D.F., noviembre de 1998

 

La Revolución Mexicana Importancia de la historia

Publicación del jueves 20 de noviembre de 1997

La Revolución Mexicana 

Importancia de la historia

Macedonio MARTIN HU

     La libertad es un bien precioso sólo concedido a los pueblos  dignos de disputarla, a los que la han sabido conquistar luchando  valerosamente contra el despotismo -Francisco I. Madero González    El 20 de noviembre se cumplen 87 años del inicio del movimiento  social que apartó del poder al general Porfirio Díaz Mori, indio  mixteca que por su larga permanencia en la Presidencia de la  República creyó ser el único, el indispensable para mantener las  riendas del gobierno hasta su muerte. Para este fin mucho  contribuyeron las actitudes lacayunas de sus aduladores en todo el  país, particularmente caciques regionales y grupos militares.

   En el último tercio del siglo XIX, y en los umbrales del  presente, México, como país naciente hacia la modernidad, se  debatía en un conflicto económico, político y social. La escena  nacional la dominaba un grupo caracterizado por su larga  permanencia en los cargos principales de la administración pública.  A la cabeza se encontraba el héroe de la Batalla del 2 de abril,  Porfirio Díaz.

   El inicio de la ruta de México hacia la reconstrucción de su  estructura económica se da a partir de la consumación de la  independencia, en 1821. Los siguientes 50 años fueron  extremadamente difíciles, en virtud de que el país no lograba la  pacificación. Entre los hechos importantes que sirvieron para  trazar la ruta de México podemos señalar los siguientes:    -El efímero imperio de Agustín de Iturbide (1822-23).

   -El establecimiento, en 1824, de la República Federal, cuyo  primer presidente fue Guadalupe Victoria.

   -La separación de Texas, el 2 de marzo de 1836.

   -El bombardeo del puerto de Veracruz por fuerzas francesas, en  1838.

   -La anexión de Texas a los Estados Unidos, en 1845.

   -La guerra contra los Estados Unidos, en 1847.

   -La firma, el 2 de febrero de 1848, del Tratado de Guadalupe  Hidalgo, mediante el cual México cedió a los EE.UU. Nuevo México y  Alta California, recibió un pago de 15 millones de pesos y perdió  la mitad de su territorio.

   -De 1833 a 1854, Antonio López de Santa Anna dominó el escenario  político.

   -Estalló la Revolución de Ayutla en 1854, bajo el mando del  general Juan Alvarez.

   -En 1857 se redactó la Constitución y ocupó el gobierno Ignacio  Comonfort.

   -La intervención francesa en 1862.

   -El imperio del archiduque Fernando Maximiliano de Habsburgo  (1864-67).

   -La restauración de la República.

   -La entrada de Benito Juárez a la ciudad de México el 15 de  julio de 1867.

   -Juárez ocupa la presidencia desde 1858 hasta su muerte en 1872.

   La muerte de Benito Juárez García, el 18 de julio de 1872,  sorprendió a la nación. El licenciado Sebastián Lerdo de Tejada, de  acuerdo con las leyes, ocupó el cargo para concluir el período en  1876. Al intentar la reelección, Porfirio Díaz le declara la guerra  al gobierno mediante el Plan de Tuxtepec. Antes, para oponerse a la  reelección de Juárez, Díaz se había lanzado a la lucha por medio  del Plan de la Noria, pero fracasó en su intento de derrocar  militarmente a su coterráneo.

   Con el apoyo de reconocidos políticos y jefes militares  disgustados con el proyecto de Lerdo, Porfirio Díaz llega al poder  en 1876. Entre los hombres que apoyaron decididamente el Plan de  Tuxtepec figuraron: Filomeno Mata, director del "Diario del Hogar";  Vicente Riva Palacio, director del periódico "El Ahuizote"; Ignacio  L. Vallarta, Donato Guerra, Manuel María Zamacona, Justo Benítez,  Jerónimo Treviño, Francisco Naranjo y Trinidad García de la Cadena.  Estos personajes jugaron un papel relevante durante la dictadura  porfirista. A partir de su llegada al poder, salvo el período de  1880-84, cuando ocupó la Presidencia su compadre, el general Manuel  González, Porfirio Díaz sólo la abandonará cuando la Revolución de  1910 lo expulsa del gobierno y del país.

   Es necesario revisar conscientemente las fuentes históricas con  la finalidad de reconstruir los hechos que han trascendido en la  vida de la sociedad. Es con la práctica del análisis crítico como  se puede explicar el presente; con el auxilio de la analogía,  reflexionar en torno a la participación de los sectores y de esa  manera llegar a la emisión de juicios que se acerquen a la  realidad. Mediante el interés hacia los hechos históricos la  población puede disipar las cortinas de humo que se imponen por  medio del discurso oficialista con la finalidad de justificar sus  actos. En ocasiones, mediante el servilismo de algunos  intelectuales se magnifican las aberacciones de los gobernantes;  los dogmatismos y la constante repetición de testimonios  convencionales pueden tendenciosamente tergiversar la verdad y  promover una cultura con base en conjeturas que, a la larga, pueden  contribuir a deformar la memoria histórica de los pueblos y,  finalmente, convertir a los sujetos en víctimas contemplativas de  las circunstancias sin llegar jamás a la posibilidad de comprender  justamente el contexto de su realidad como seres pensantes y  responsables de la construcción de la historia colectiva.

   Es mucho lo que se ha escrito sobre el período del porfiriato y  aún falta mucho por escribirse. Durante más de treinta años la  sociedad mexicana sufrió la prevaricación y los denuestos de un  sistema que se fue desgastando apoyado en el imperio de la sinrazón  y la barbarie. Para acallar a la población la dictadura optó por  las persecuciones, los crímenes y las atrocidades contra sus  críticos. Intelectuales honestos, periodistas íntegros y valerosos;  profesores apóstoles de la verdad, políticos creyentes en la  democracia, jóvenes hombres y mujeres, obreros y campesinos  sufrieron los embates de la mano criminal de un sistema que se  extravió en el falso orgullo de creerse insustituible.

   De hecho, por la esclavitud a que estaba sujeta, la clase  trabajadora aceptaba esa situación porque desconocía las bondades  de la libertad. El aparato político que construyó la dictadura  porfiriana la llevó finalmente al desastre. Muchos eran los  inconformes que pronto se aliaron a la figura endeble, pero con  propósitos bien intencionados, de Francisco Ignacio Madero  González, quien, conocedor de los principios de la democracia, se  prestó a encabezar una lucha que culminó con la caída de un sistema  oprobioso.- M.M.H.- Mérida, Yucatán, noviembre de 1997.

La verdad sobre la Revolución Mexicana

Publicación del viernes 20 de noviembre de 1998

Jaque mate 

La verdad sobre la Revolución Mexicana

Sergio SARMIENTO

     "Después de una revolución uno ve a los mismos hombres en los  salones donde se toman las decisiones, y después de una semana a  los mismos aduladores".- Lord Halifax.

   La historia oficial ha generado un culto patriótico a la  Revolución -así, con mayúsculas- que tiene poco sustento en la  realidad. Se nos dice, indudablemente con verdad, que la lucha  armada destruyó un régimen de pobreza, desigualdad y autoritarismo.  Pero no siempre se reconoce que la Revolución construyó otro  régimen de pobreza, desigualdad y autoritarismo.

   A ocho décadas de distancia ya no podemos darnos el lujo de no  ser críticos ante el "régimen de la Revolución". No es que el  gobierno de Porfirio Díaz no haya tenido todos los defectos que se  le achacan, sino que la Revolución, lejos de cambiar las cosas, las  empeoró.

   Nadie sabe a ciencia cierta cuántas vidas costó la Revolución  Mexicana. La cifra mágica, la que se ha convertido en verdad  oficial a fuerza de repetición, es la de un millón de muertos. Si  efectivamente la mortandad fue tan alta -ocho de cada 100 mexicanos  que vivían en ese entonces- esto se debe mucho menos a las bajas en  combate que a las muertes generadas por la pobreza y la insalubridad.

   La Revolución Mexicana ocasionó lo que los especialistas llaman  una "dislocación" social. Las cadenas de producción y de  distribución se rompieron; la economía se desplomó; el país sufrió  hambre y epidemias.

   Las batallas en sí fueron poco cruentas. Las tomas de Ciudad  Juárez y de Celaya, consideradas entre las acciones militares más  importantes de la guerra, dejaron saldos de unos cientos o miles de  bajas. Los cientos de miles que murieron a lo largo del período lo  hicieron por inanición, influenza o enfermedades gastrointestinales.

   Lo anterior no desmerece en nada el sufrimiento por la contienda  armada: al contrario, le da su dimensión real. Nos dice que el  costo de una guerra no se puede medir solamente por las listas de  bajas militares: el costo económico y social es mucho más elevado.

   Se argumenta que el nivel de vida del país, que se deterioró  fuertemente durante la Revolución, no se recuperó realmente sino  hasta los años cuarenta. Si se consideran las oportunidades de  crecimiento perdidas, tanto por la contienda armada como por el  modelo económico de la Revolución, puede afirmarse que en realidad  todavía no nos hemos recuperado.

   Al término del régimen porfirista el estadounidense promedio  tenía un ingreso que duplicaba el del mexicano. Hoy la diferencia  es de seis veces. Es verdad que México ha avanzado, pero buena  parte del mundo lo ha hecho también; en todo caso nosotros hemos  progresado a un ritmo menor que los demás. El avance de México, por  otra parte, se ha registrado en buena medida a partir de 1940, una  vez que se repararon los efectos de la dislocación de la lucha armada.

   ¿Queremos hablar de justicia social? No había estadísticas de  distribución de la riqueza en 1910. Pero en 1996, según el Inegi,  el 10% más rico de la población mexicana recibía 37.9% del ingreso  y el 10% más pobre el 1.7%. Es difícil pensar que la situación era  mucho peor hace 90 años.

   ¿Democracia? Sin duda el régimen porfirista era autoritario.  Pero ¿acaso la Revolución nos llevó a un gobierno más democrático?  En realidad hubo que esperar siete décadas después del final de la  contienda para que México pudiera tener elecciones razonablemente  limpias y justas.

   Quizá la Revolución Mexicana era inevitable. Porfirio Díaz, el  viejo liberal que luchó contra la intervención francesa y contra la  reelección de Benito Juárez, no supo tomar desde el poder las  medidas que permitieran la renovación de hombres e instituciones  del Estado. Al final su caída se debió a su incapacidad para  permitir el cambio que requería una sociedad que, precisamente por  el éxito de los tres decenios de paz porfiriana, tenía nuevas  aspiraciones.

   El que la Revolución haya sido inevitable, sin embargo, no  debería obligarnos a presentarla como un éxito. En realidad fue un  fracaso monumental que nos tomó medio siglo, quizá más, remontar.  Hay en esto una lección para todos: para un partido que lleva 70  años en el poder y que podría cometer los mismos errores que don  Porfirio, y para los aspirantes a revolucionarios que toman las  armas con la idea de que quieren beneficiar a los más pobres sin  darse cuenta de que con frecuencia las revoluciones, lejos de  mejorar las cosas las empeoran.

SALDOS DE LA REVOLUCION

    En el prefacio de su libro de 1982 "Saldos de la Revolución",  Héctor Aguilar Camín cita un texto de Arnaldo Córdova:    "No es extraño que el problema de la historia que hoy hacemos  sea, por antonomasia, el de la Revolución Mexicana: es nuestro  referente, pensamos a partir de ella, nos movemos por ella o contra  ella, en ella y por ella actuamos, sobre ella indagamos el pasado,  incluso el más remoto, en ella fincamos nuestro desarrollo futuro,  parecido o diferente a ella, por ella somos lo que somos; ella ha  acabado identificándonos como un pueblo y una nación".- S.S.-  México, D.F., 19 de noviembre de 1998.