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La Revolución vista desde 2000

Publicación del domingo 19 de noviembre de 2000

La Revolución vista desde 2000

Sustitución de un dictador por otro

Por Lorenzo MEYER

El pasado nunca descansará en paz.— El pasado siempre está cambiando, o, mejor dicho, la imagen que de él tenemos. A un decenio de que perdió el poder el Partido Comunista de la URSS, el zar Nicolás II ha adquirido formalmente la calidad de santo, en tanto que los monumentos a Lenin desaparecen como la guardia del ejército y las multitudes en su mausoleo. ¿Y qué hay en México de Díaz, Madero y la Revolución hoy que el PRI de los 71 años está a punto de ser echado del poder por la democracia?

Lo acontecido a individuos o comunidades que sobrevive al olvido, lo que finalmente queda grabado en la memoria individual o colectiva —a esto último es a lo que llamamos historia—, siempre está siendo sometido a revisión. “La historia juzgará”, se dice, pero en realidad la expresión carece de sentido. La fértil y poética imaginación de los griegos decidió que la bella Clío —una de las nueve musas— fuera la encarnación de la historia. Pero “la historia” como tal no existe y, por lo mismo, no puede emitir ningún juicio y menos definitivo y final. Lo que hay en la prosaica realidad es una variedad de historias e historiadores, cada uno con su ramillete de valores, prejuicios e intereses, que presentan distintas versiones y, sobre todo, diferentes interpretaciones, sobre el pasado.

Pero la imagen de ese pasado no sólo cambia según la mirada de quien lo imagina y examina, sino que con el correr del tiempo los valores y técnicas de quien lo interroga van cambiando y, por tanto, las respuestas. En efecto, aunque no lo quiera, el historiador siempre verá al pasado en función de su presente, del aquí y ahora, de sus esperanzas y temores. En la medida en que los problemas y los retos de cada generación cambian, las preguntas y respuestas que se hacen y se obtienen del pasado se modifican. Siempre habrá algo nuevo en lo que ya dejó de ser.

La Revolución mexicana a juicio.— Las revoluciones son eventos extraordinarios que, como los cometas, sólo iluminan el cielo social muy de vez en cuando, pero cuando lo hacen resultan un espectáculo formidable y sobrecogedor. Muchas generaciones tienen la buena o mala fortuna —el calificativo depende del punto de vista particular— de no haber experimentado directamente el indeleble impacto de una revolución. Sin embargo, cuando el fenómeno tiene lugar, la fuerza de ese cataclismo social deja huella profunda, marcas imborrables, y mucho tiempo después de los acontecimientos las sociedades siguen experimentando sus efectos y debatiendo su naturaleza.

Las revoluciones americana y francesa tuvieron lugar en el siglo XVIII, pero los ciudadanos de esos países siguen teniéndolas por momentos fundacionales sin los cuales no pueden explicar su presente y los objetivos de cara al futuro. La revolución rusa de 1917 continúa generando una impresionante cantidad de estudios, pero de ser objeto de glorificación ha pasado a ser sujeto de severa crítica. A ella se le atribuyen el grueso de los muchos males de la Rusia de hoy.

La Revolución mexicana, aunque tuvo un impacto mundial modesto —su espíritu era universal, pero su capacidad de acción más allá de nuestras fronteras fue limitada—, es vista como parte de la familia de las grandes revoluciones del siglo XX. Y si bien en términos internacionales la literatura que se ha producido alrededor de los eventos que tuvieron lugar en México de 1910 a 1920 y sus consecuencias es mucho menor que la atención dedicada a las revoluciones rusa, china, cubana o vietnamita, los dos volúmenes que el profesor Friedrich Katz publicó hace un par de años en inglés y español sobre la figura de Francisco Villa (1998) muestran que, si bien hace mucho que el corazón de la Revolución mexicana dejó de latir, su recuerdo continúa vivo.

Así, el auditorio principal de la sede del Partido Revolucionario Institucional se llama “Plutarco Elías Calles”, pero una organización urbana muy combativa adoptó el nombre de uno de sus adversarios: “Francisco Villa”, y en Chiapas los indígenas rebeldes bautizaron a su pequeño, pero empeñoso ejército como “zapatista”.

El detonador inmediato y directo de la rebelión que estalló al final de 1910 en México fue una fractura dentro de la propia elite del poder. El estilo personal de gobernar de Porfirio Díaz hizo que las mismas figuras repitieran una y otra vez como secretarios de Estado, gobernadores, jefes políticos de distrito, presidentes municipales, diputados locales y federales, senadores, etcétera. Ese inmovilismo había marginado también a una parte de la propia oligarquía; familias de importancia regional, simplemente no podían llegar a los puestos de decisión de sus estados o municipios, porque estaban acaparados por un círculo de hierro de los leales a Díaz que se negaban a permitir alguna forma de “circulación de las elites”. Entre esos marginados estaba la familia Madero de Coahuila.

Por otro lado, la naturaleza oligárquica del régimen porfirista había cerrado casi toda posibilidad de ascenso social y presencia política a la pequeña, pero creciente clase media urbana y ranchera que se había desarrollado en México como resultado del “orden y progreso” impuesto por el dictador oaxaqueño. Finalmente, en el ancho piso social los campesinos y la naciente clase obrera sólo experimentaban los rigores de “el orden” pero “el progreso” carecía en absoluto de sentido y contenido.

Francisco I. Madero, con apenas 37 años y con una visión amplia del mundo, producto de su educación en México, Europa y Estados Unidos, lleno de energía y considerando un deber moral hacer de México un país moderno —de ciudadanos y no de súbditos—, no estaba dispuesto a seguir esperando por una oportunidad que parecía no llegar nunca. Cuando un Porfirio Díaz de 80 años se retractó de las declaraciones hechas al periodista James Creelman —dijo que ya no buscaría una nueva presidencia, pues México ya estaba maduro para la democracia— se volvió a reelegir y se dispuso a iniciar en 1910 la que sería su íoctava presidencia!, la paciencia de Madero y de una buena parte del pequeño, pero muy activo círculo de opositores de clase media se agotó.

Madero, el joven miembro de la oligarquía, preparado y lleno de visiones de un futuro donde efectivamente existiera el Estado de Derecho, logró unir a su impaciencia la energía e imaginación surgida de la frustración de la marginada clase media, y juntos se lanzaron a la cruzada antirreeleccionista. Por sí mismos, Madero y su pequeño grupo no pudieron llegar muy lejos —los hermanos Aquiles Serdán probaron en Puebla lo imposible y mortal de la rebelión en solitario—. Lo extraordinario de la situación a que Madero dio lugar ocurrió al inicio de 1911, cuando en nombre de la democracia, él joven oligarca y los frustrados antirreeleccionistas lograron hacer contacto y obtener el apoyo de personajes efectivamente populares y con madera de líderes —Pascual Orozco, Francisco Villa, Emiliano Zapata y el resto— e iniciaron una modesta pero sorpresiva rebelión de las masas en el norte del país, que coincidió con otra similar en Morelos.

Es muy difícil determinar hasta qué punto las bases populares de la rebelión de 1910 simplemente aprovecharon las circunstancias propiciadas por la división en la cumbre de la pirámide social para lanzarse contra un orden establecido que les negaba casi todo y les exigía mucho, y hasta qué punto lo hicieron en apoyo de una idea tan compleja y tan ajena a su vida como era la democracia política: una auténtica utopía en la realidad mexicana.

En unos cuantos meses la rebelión se extendió, y un régimen basado más en el consenso de las elites que en la fuerza se vino abajo. En su renuncia presentada el 25 de mayo de 1911 al Congreso, un genuinamente sorprendido y, sobre todo, dolido, Porfirio Díaz, afirmó: “El pueblo mexicano, ese pueblo que tan generosamente me ha colmado de honores... se ha insurreccionado en bandas milenarias armadas... No conozco hecho alguno imputable a mí que motivara ese fenómeno social”. Y pese a no admitir culpa alguna por lo que acontecía, pero no deseando ser causa de más derramamiento de sangre ni de la ruina del crédito internacional de México, Díaz, con su ejército casi intacto, anunció que renunciaba “sin reserva” al cargo que había acaparado por tres decenios. Confiaba el viejo caudillo, según el último párrafo de su renuncia, que “calmadas las pasiones que acompañan a toda revolución”, se hiciera un juicio correcto, justo, de su obra para que pudiera morir sabiendo que el pueblo mexicano finalmente le tenía, por fin, en la misma estima en que, según él, siempre había tenido a sus compatriotas. No fue el caso, porque en la práctica Díaz siempre mostró una baja estima para el grueso de los gobernados.

El juicio.— Don Porfirio murió en el exilio en 1915, es decir, cuando las pasiones desatadas por la Revolución no sólo no se habían calmado sino que iban en aumento. Ochenta y cinco años más tarde esas pasiones que sacaron a Díaz del poder ya se calmaron, pero los restos de don Porfirio siguen aún en tierra extranjera. Y es que si bien la carrera y obra del héroe del 2 de abril puede apreciarse ya con mayor objetividad, y sin duda hay mucho de positivo en ellas, tanto en la etapa que luchó contra los intervencionistas franceses como en su esfuerzo posterior, desde la presidencia, por pacificar y modernizar al país. Empero, el aprecio no ha surgido porque el reverso de la medalla sigue siendo juzgado con dureza, sobre todo en esta época de ascenso de lo que Díaz siempre negó: la democracia.

La naturaleza del porfiriato fue la propia de un régimen que ofrecía un respeto formal a las normas legales —la Constitución de 1857— pero que en la práctica aplicó las opuestas y subvirtió de manera permanente el Estado de Derecho. La medida real de la estima en que el presidente por 30 años tenía a sus compatriotas la dan no sus palabras de despedida, sino la manipulación sistemática del proceso electoral y la corrupción también sistemática que toleró en beneficio de un puñado de leales.

Finalmente, el México de Díaz fue un país de súbditos sin derechos, no de ciudadanos; y la falta de equidad, de sentido de la solidaridad en la sociedad oligárquica que contribuyó a crear y estabilizar, produjo esa deformación monstruosa denunciada con pasión por don Andrés Molina Enríquez y que robó de su dignidad mínima a la mayoría. Nadie que no fuera Díaz pudo llamar a cuentas a ningún alto funcionario y en cuanto a Díaz mismo y antes de la rebelión maderista, nadie, absolutamente nadie, pudo nunca exigirle cuenta de sus actos a Díaz.

En suma, hasta 1910 el único soberano en México era Díaz y en ningún momento el pueblo. Tan fuerte fue la herencia negativa porfirista que la Revolución no la acabaría sino que terminaría por incorporarla... íy porfirizarse!, pero sustituyendo al dictador de carne y hueso por uno, en principio, sin límite en el tiempo: el presidencialismo priísta.

Madero destruyó políticamente al viejo régimen sin causar grandes daños a la colectividad, pero las expectativas que generó con su llamado a las clases medias y populares, y la enorme tarea de modernización política que asumió, resultaron muy superiores a sus capacidades para manejarlas y llevarla al cabo.

Del pequeño gran hombre de Coahuila, lo rescatable no es su calidad como gobernante sino su sentido del deber, su generosidad, imaginación, valor y voluntad. No fue un santo laico, pero sí fue notable el esfuerzo que hizo para devolverle a la política su sentido ético.

Madero falló en la construcción del nuevo régimen —el arte más difícil en la política, según lo demostró Maquiavelo—, pero no fue él el único, ni siquiera el más importante. En un sentido más profundo, la que falló fue la sociedad mexicana de entonces: se falló a sí misma. La impaciencia e intransigencia de Zapata es comprensible, pero en nada ayudó a facilitar la transición, menos comprensible y menos justificable resultó la impaciencia y ambición de Orozco.

No por predecible, resultó menos trágico el egoísmo, cerrazón, falta de grandeza y de sentido de responsabilidad de la oligarquía y el ejército; al final, la cortedad de sus miras les llevó al precipicio. ¿Y qué decir de la prensa?, casi toda sumisa en 1910 y casi toda hipercrítica y amarillista para 1913. Desde luego, ni hablar de la masa que tras el golpe militar quemó el periódico maderista y vitoreó a los golpistas.

A noventa años de 1910 la lección es ésta: la responsabilidad final en nuestro actual proceso de transición no es sólo de sus líderes, sino también de nosotros.— L.M.— México, D.F., 18 de noviembre de 2000.

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