Una herencia ambigua
Publicación del jueves 20 de noviembre de 1997
In memoriam
Una herencia ambigua
Lorenzo MEYER
Este 20 de noviembre nos encontramos, de nuevo, frente a la Revolución Mexicana o, para ser más exactos, frente a su memoria, puesto que el gran acontecimiento político que marcó al grueso del Siglo XX mexicano hace tiempo que dejó de tener vitalidad y hoy es, básicamente, recuerdo y, sobre todo, herencia. En efecto, los grandes temas que hoy constituyen la agenda política de nuestro país están planteados y se desarrollan no como prolongación del gran movimiento político, social, económico y cultural que cimbró a la nación entre 1911 y 1916, sino, en parte, como una reacción contra la herencia que dejó ese movimiento.
Los temas que están en el centro del debate y de la lucha política mexicana actual son, por lo menos, cuatro grandes procesos. El primero es la reforma del Estado -que, en nuestro caso, es básicamente el cambio de régimen- y que busca transformar precisamente el sistema de gobierno que México heredó de su revolución de principio de siglo. El segundo proceso, muy ligado con el anterior, lo constituye la reconstrucción, de arriba abajo, del edificio jurídico, del sentido de lo legal y lo justo, pues para todo propósito práctico el Estado de Derecho es hoy inexistente en México y su lugar lo ocupa la discrecionalidad de sus autoridades y una corrupción rampante; la sociedad está a merced de las decisiones de los individuos en posiciones de poder -del policía al Presidente- y que poco tienen que ver con la letra y menos con el espíritu de la ley. En tercer lugar, está el acelerado proceso de globalización, es decir, de apertura e integración de nuestro país a las grandes corrientes mundiales de mercaderías (incluidas las drogas prohibidas), de capitales y migración (documentada e indocumentada). Finalmente, un cuarto gran proceso se centra en el debate y la lucha producto de los efectos acumulados de los fenómenos económicos sobre regiones, clases y grupos sociales; la acumulación de capital se da hoy en un contexto de concentración aguda de riqueza y pobreza, de polarización, de crecimiento de la masa de mexicanos que viven en el filo de la navaja.
¿Qué significado tiene la Revolución Mexicana frente a los grandes problemas y desafíos que conforman la agenda política del fin de siglo mexicano? La respuesta es contradictoria. Por un lado, la "revolución ideal" -el espíritu que la animó- aún puede ser fuente de inspiración y ahí está el movimiento zapatista de Chiapas como botón de muestra. Sin embargo, por otro lado, no se puede negar que la "revolución real", la que realmente ocurrió y no la imaginada ni la del discurso, resultó ser, en mayor o menor medida, una de las causas de los problemas mal resueltos o simplemente no resueltos, a los que nos enfrentamos hoy y que hacen de la vida colectiva mexicana una experiencia llena de frustraciones y peligros. Veamos con detalle esta afirmación.
El cambio de régimen.- En 1910, la rebelión encabezada por Francisco I. Madero fue un llamado al sentido de la dignidad de los mexicanos para poner fin a un sistema político antidemocrático, cerrado, oligárquico, humillante, donde sólo los pocos podían "hacer política", y siempre en beneficio propio o del pequeño grupo al que pertenecían.
La violencia que se inició en 1910 fue el recurso ciudadano de última instancia para confrontar una situación donde el discurso oficial hacía constantes referencias a los grandes valores que guiaban la conducta del presidente Díaz y su gobierno, pero donde en realidad dominaba lo contrario: falta de respeto a los derechos individuales -su vigencia dependía de las circunstancias-, nula efectividad del voto -no había ciudadanos, sólo súbditos- y una corrupción y abuso del poder sistemáticos.
El levantamiento contra Díaz se hizo en nombre de los principios democráticos y morales contenidos en las constituciones del Siglo XIX y nunca aplicados. Sin embargo, una vez que el nuevo régimen se institucionalizó, no fue la democracia ni la ética las que emergieron, sino un régimen autoritario más refinado que el del pasado: menos personalizado, más eficaz e igualmente corrupto. El lugar que una vez ocupara un dictador benévolo le fue entregado a un partido de masas (y de Estado) y a una Presidencia sin otro límite que la no reelección, condición necesaria para institucionalizar la renovación y evitar la esclerosis que había acabado con el porfiriato.
El fracaso de la Revolución como movimiento democrático ha hecho necesario, desde hace tiempo, que una buena parte de la energía colectiva de México se gaste no en tareas constructivas, sino en superar los obstáculos que los intereses creados han puesto para evitar que se haga realidad la demanda que hace 87 años se plasmó en el Plan de San Luis, que el sufragio sea efectivamente la fuente inicial e imprescindible de la autoridad.
La justicia.- Aunque no sin esfuerzo, Díaz logró eliminar los intentos que los liberales triunfantes hicieron por construir un sistema judicial independiente.
La Revolución nunca se propuso realmente rescatar la independencia del Poder Judicial. La procuración de justicia del nuevo régimen fue un proceso enteramente subordinado a las consideraciones políticas de la Presidencia, y esa institución tampoco permitió que los jueces marcharan por el camino de la autonomía. No tuvo que invertir mucho esfuerzo para lograrlo, pues la ausencia de un auténtico Poder Legislativo evitó que la independencia de la Suprema Corte tuviera una base política y social.
Sin más vigilancia que la del Presidente, procuradores y jueces entraron -o más bien continuaron- en la espiral que ha hecho de la justicia el desastre que es hoy. El indignado manifiesto que la Suprema Corte acaba de publicar contra las interferencias del procurador ("Reforma", 7 de noviembre) se topó con una sociedad que no da crédito a ninguna de las dos partes y que apenas si espera que un Poder Legislativo que apenas se estrena en la independencia, genere las iniciativas y la energía para iniciar una limpieza tan necesaria como la que Hércules hizo en los establos del rey Augías.
Nacionalismo y globalidad.- El nacionalismo fue una de las grandes fuerzas que impulsaron a, y fueron impulsadas por, la Revolución Mexicana. Fue ese un nacionalismo que se enfrentó a las potencias europeas, pero, sobre todo, a Estados Unidos.
Hoy, el signo de los tiempos es la globalidad, la apertura de los mercados, la universalidad de los valores y la cultura. El nacionalismo revolucionario, que siempre fue más radical en el discurso que en la realidad, es hoy visto por las elites políticas y económicas como una reliquia y un obstáculo para ganar el futuro, futuro que en buena medida pasa por la integración de nuestra economía a la de Estados Unidos.
Del nacionalismo económico revolucionario casi lo único que queda es la defensa de Pemex, pero es una tarea que se dificulta por la historia de corrupción en gran escala de la empresa paraestatal. Hace tiempo que el nacionalismo político, basado en el principio de no intervención, terminó por ser casi la defensa de la clase política mexicana frente a las críticas y el escrutinio del exterior. Sin embargo, valores globales como la democracia, los derechos humanos o la defensa del medio ambiente, ya no retroceden ante la invocación de la soberanía y la autodeterminación, como lo pudo comprobar el Presidente en su reciente viaje a Francia, donde chocó con los defensores internacionales de los derechos humanos. El nacionalismo cultural tuvo su mejor momento hace muchos años, y no todo en él fue positivo, pues en parte fue usado para presentar en muros y pantallas una Revolución Mexicana más generosa y exitosa de lo que en realidad era.
La justicia social.- El grito más profundo y ético que lanzó la Revolución no fue el de "sufragio efectivo y no reelección", sino el de "Tierra y Libertad", es decir, justicia social y dignidad. Ese fue el sentido histórico de fondo del movimiento revolucionario: la demanda de poner fin a la herencia de una sociedad conquistada, explotada, discriminada y humillada desde el siglo XVI. Ese fue, y sigue siendo, el corazón del huracán político que azotó México de 1910 a 1920; esa fue y es la justificación, si es que finalmente la tiene, de la terrible violencia que entonces se desató sobre México.
Las matanzas, los fusilamientos, el hambre, las epidemias, los incendios, el saqueo, las violaciones, podrían redimirse si finalmente la Revolución hubiera creado un México que hubiera superado su secular división entre los pocos que tienen mucho y los muchos que tienen muy poco. Eso fue lo que demandó el zapatismo, lo que prometieron en Querétaro los constituyentes de 1916, y eso fue lo que buscó Lázaro Cárdenas al distribuir lo que en su momento era la principal fuente de riqueza y desigualdad entre los mexicanos: la tierra. Pero el impulso justiciero no se sostuvo, se pervirtió. A los porfiristas que sobrevivieron a la ola revolucionaria, pronto se les unieron un buen número de líderes revolucionarios y postrevolucionarios. Para mediados del siglo ya estaban sentadas las bases de la nueva desigualdad o, si se quiere, ya estaba soldada de nuevo la cadena de la desigualdad histórica.
La enorme energía desatada por la globalización actual del comercio y las finanzas tiene, como una de sus contrapartidas, el aumento de las distancias que separan a los mexicanos que pueden aprovechar las nuevas oportunidades y aquellos que por su educación y posición en la escala social simplemente no están en posibilidad de hacerlo. Es verdad que la desigualdad creciente no es un fenómeno exclusivo de México. El Informe Mundial sobre el Desarrollo Humano de 1997 nos dice que en 1994 la distancia que separaba al 20% más rico de la tierra del 20% más pobre y que en 1960 era de 30 veces, hoy es de 78. Y en México, en 1995, el ingreso acumulado por su ciudadano más rico -6,600 millones de dólares- equivalía al de 17 millones de los mexicanos más pobres (Alain Gresh, "Las sombras de las desigualdades", Le Monde Diplomatique, septiembre-octubre, 1997). Justamente lo que la Revolución pretendió en su mejor momento fue sacar al país de las tendencias mundiales en el campo de la injusticia. Evidentemente no lo logró y hoy la estructura social de México no se distingue de la del resto de los países latinoamericanos donde no hubo revolución.
¿Qué queda?- A 87 años del lanzamiento del Plan de San Luis ¿qué queda del movimiento al que esa proclama dio inicio? Sin pretender agotar la respuesta, se puede aventurar que permanecen, por un lado, el escepticismo frente al resultado final de la vía violenta como forma para transformar radicalmente la realidad colectiva, pero por el otro, la utopía.
La Revolución Mexicana, a diferencia de las otras de antes o después, fue más bien modesta. No pretendió crear al "hombre nuevo". Nunca se vio a sí misma como parte central de un gran proceso histórico escrito de antemano, y enmarcado por una ideología totalizadora, y que buscaba transformar a escala mundial la naturaleza misma de la sociedad humana. Su objetivo siempre estuvo a la altura del ciudadano promedio y no del héroe. Buscó simplemente hacer del gobierno un instrumento sujeto a la voluntad ciudadana, responsable y comprometido con los intereses de los más desprotegidos. Se propuso poner fin a las diferencias históricas de clase y raza y erradicar la pobreza, al menos la extrema, mediante la subordinación del derecho de propiedad privada a las necesidades colectivas. Finalmente, se propuso liberar a México de la tutela del "Destino Manifiesto" y labrar para el país una independencia mayor, a pesar de estar obligado a vivir a la sombra de una gran potencia. En suma, la Revolución Mexicana fue una lucha por la dignidad, sin dogmatismos y con una razonable confianza en la capacidad de los mexicanos para ser "los arquitectos de su propio destino". Sin olvidar las fallas, es la generosidad de la Revolución lo que podemos y debemos rescatar este 20 de noviembre.
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Escándalo.- La indefensión de los mexicanos frente a la ola criminal que desde hace tiempo azota al país ya es un escándalo. La policía y el aparato judicial no son parte de la solución, sino elemento constituyente del problema. Hay, por tanto, que sumarse a la propuesta de (el escritor) René Delgado y movilizarnos como ciudadanos para exigir que el gobierno cumpla su obligación mínima, que es la de proteger la seguridad de los particulares. Si la autoridad no puede hacer eso, entonces no tiene razón de ser.- L.M.- México, D.F., noviembre de 1997.
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