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Frutos de la Revolución

Publicación del jueves 19 de noviembre de 1998

Frutos de la Revolución

El fin de la economía moral

Lorenzo MEYER

     El sentido de la injusticia.- Una manera de explicar la  revolución de 1910 es ligar su estallido a la crisis económica que  tuvo lugar tres años antes, en 1907. Se trata de una explicación  mecánica, pobre y que no hace justicia a los esfuerzos, sacrificios  y objetivos de quienes participaron en una lucha que iba a marcar a  todo el resto de nuestro siglo. Si las crisis económicas bastaran  para producir revoluciones, el PRI habría desaparecido poco después  de 1982, lo que no es el caso. Y es que las revoluciones y  rebeliones son fenómenos muy complejos, donde las variables son  muchas y difíciles de definir, y donde se combinan factores  económicos con otros, tan o más importantes, de naturaleza cultural  y ética. La indignación moral es un elemento necesario aunque no  suficiente, de cualquier insurgencia social.

    En ciertas sociedades, antes de que existiera la moderna  economía de mercado hubo otra economía que obedecía a una lógica  distinta. En ese tipo de economía, y a los ojos de las clases  subordinadas, el poder público y las clases dominantes tienen la  obligación de preservar un mínimo de protección para las formas de  vida de los que se encuentran en la base de la pirámide social. Se  trata de un compromiso de orden superior y propio de una relación  paternalista. Por ello, cuando unilateralmente las clases  dirigentes dejan de cumplir el acuerdo histórico como resultado,  por ejemplo, del avance del capitalismo, la reacción de los  afectados es la propia de los ofendidos. Al dejar que sea la ley de  la oferta y la demanda la que moldee las condiciones de vida de los  pobres en las épocas de escasez y crisis, éstos pueden considerar  que sus superiores sociales y principales beneficiarios del arreglo  existente han renegado unilateralmente de su compromiso y por eso  han perdido su legitimidad.

    Para la explicación de los estallidos de violencia popular en  la Inglaterra del siglo XVIII, un historiador inglés, E. P.  Thompson, propuso tomar en cuenta la existencia de lo que él llamó  una economía moral. Se trató de un arreglo paternalista que en  épocas de crisis agrícolas obligaba a las clases propietarias y a  los gobernantes a moderar o, de plano, en situaciones extremas,  sacrificar las posibilidades de lucro en aras de evitar la  agudización de las condiciones de penuria y hambre de los  trabajadores en el campo y las villas. Sin embargo, con la adopción  por parte de los grupos dominantes de los principios del  liberalismo -particularmente debido a las influyentes ideas de Adam  Smith-, el viejo sentido de responsabilidad frente a los  subordinados fue desapareciendo. Así, en tiempos de escasez se  permitió que fuera el mercado y sólo el mercado el que decidiera  quién iba a conseguir el alimento básico -el grano, la harina y el  pan-, a qué precio y en qué condiciones y cantidad. Roto ese  antiguo acuerdo, los subordinados tuvieron elementos que  consideraban justos y necesarios para insubordinarse (Customs in  Common. Studies in Traditional Popular Culture, Nueva York, The New Press, 1993).

    Al estudiar con detalle esos estallidos de la furia popular  inglesa del siglo XVIII, Thompson llegó a esta simple, pero  importante conclusión: la miseria, el hambre misma, no es  suficiente para explicar la reacción violenta y destructiva de los  grupos populares. Para que esa violencia social estallase se  necesitaba, además, otro elemento: la convicción de que "los de  arriba" habían decidido romper el pacto de solidaridad mínima  existente con "los de abajo".

    En México.- En el México de la época colonial madura había un  arreglo de corte paternalista, no muy eficiente, pero que, en  principio, contaba con un mecanismo de economía moral similar a la  estudiada por Thompson para hacer frente a las épocas de crisis  agrícolas. En principio, por ejemplo, el sistema de alhóndigas o  depósitos de granos tenía, entre otros objetivos, usar los años de  vacas gordas para almacenar y luego poder distribuir por vía de la  autoridad el grano escaso y así aminorar los efectos entre la  población menesterosa de los inevitables años de escasez. La  independencia fue acabando con ese arreglo y, conforme avanzó el  siglo XIX, poco fue quedando del paternalismo estatal y la  filantropía privada no estaba en posibilidad de ocupar el vacío.

    El siglo XIX mexicano fue uno donde dominó el esfuerzo por  hacer prevalecer la lógica del mercado, aunque más en relación con  los trabajadores y menos en relación con los intereses de la  oligarquía. Obreros y peones fueron tratados más como mercancía que  como la parte medular de la nación en construcción, de esa  comunidad imaginada llamada México.

    El efímero régimen imperial de Maximiliano fue el último  intento por revivir el sentido de responsabilidad de los  gobernantes hacia los gobernados en el sentido colonial. La  República Restaurada y el Porfiriato fueron, o quisieron ser,  borrón y cuenta nueva. A partir de entonces, la relación entre  individuos, grupos y clases cada vez más se rigió por relaciones de  corte capitalista, es decir, de mercado. En sus aspectos más  populares -el zapatismo y en menor medida el villismo-, la  Revolución Mexicana terminó por ser una respuesta desde abajo a lo  que se interpretaba como una violación al sentido profundo de  justicia: el despojo de los viejos derechos de las comunidades  sobre sus tierras en beneficio de haciendas en proceso de  modernización y expansión. Lo mismo les ocurrió a los integrantes  de las antiguas colonias militares del norte: los presidentes  Juárez y Díaz les habían dado tierras y privilegios a cambio de  combatir "al indio bárbaro". Sin embargo, al desaparecer el peligro  apache tras la rendición de Jerónimo y aparecer el ferrocarril, las  tierras de esas colonias fueron, sin mucha ceremonia, puestas en el  mercado sin hacer caso de las protestas de los colonos, que a esas  alturas pasaron a ser una mera reliquia del pasado violento de la frontera.     

¿La Revolución, como el retorno de la economía moral?- El  movimiento armado de 1910 terminó por proponer para México la  construcción de un orden no liberal, de una economía no enteramente  supeditada a los dictados del mercado.

   En efecto, la Constitución del 17 fue un documento con  principios no siempre compatibles con los valores y principios de  la oferta y la demanda. Así, el documento fundamental sustrajo del  mercado a las tierras ejidales en una época en que la tierra era la  principal fuente de sustento para las clases populares, luego le  dio al trabajo asalariado una serie de derechos para evitar que el  capital lo tratara como una simple mercancía. La nueva Constitución  dejó bien establecida que la propiedad privada era un derecho  relativo, no absoluto, y que debía siempre supeditarse a las  necesidades de la comunidad, es decir, de la mayoría.

    Con el paso del tiempo, México ahondó su desarrollo capitalista  y la lógica que ese proceso exigía, pero al mismo tiempo el grupo  gobernante fue ampliando sus compromisos con las clases  mayoritarias, corrigiendo parcialmente la distribución desigual de  los beneficios propia del capitalismo con medidas derivadas de  principios superiores de justicia. A la educación gratuita y  obligatoria al nivel elemental se le añadiría con el paso del  tiempo la intermedia. El Seguro Social y el Issste significaron el  compromiso de dar al grueso de la población trabajadora el derecho  a la salud y a una vejez digna.

    Ceimsa primero y luego Conasupo fueron presentadas como la  modernización y extensión de la vieja alhóndiga: la regulación de  la distribución de los alimentos de primera necesidad en beneficio  de las mayorías. En los sesenta se puso en práctica el reparto de  utilidades, luego apareció el Infonavit para hacer efectivo el  derecho a la vivienda, más tarde el Coplamar, el Sistema  Alimentario Mexicano, etcétera.    La nacionalización de los ferrocarriles, la expropiación  petrolera primero y la de la industria eléctrica después, fueron  otra faceta del supuesto compromiso del gobierno y del régimen  mismo con la sociedad mexicana para, entre otras cosas, proveerla  de transportes y energía no a precios del mercado, sino a los  requeridos por el bienestar de la sociedad en su conjunto. Y la  lista de todo eso que llegó a constituir la red de seguridad de la  sociedad mexicana se puede extender a compromisos que incluían  créditos blandos a los ejidatarios, préstamos a tasas muy bajas a  los trabajadores y derechohabientes del IMSS y del Issste, etcétera.

    La realidad.- La famosa "economía mixta" de la postrevolución,  así como sus "políticas sociales", nunca cumplieron realmente con  la promesa del discurso revolucionario, aunque bajo el gobierno del  presidente Lázaro Cárdenas (1934-1940) se acercaron como nunca  antes o después.

    La corrupción congénita del régimen que se estableció después  de la caída de Porfirio Díaz -una corrupción que estuvo presente  desde el inicio, pero que con el correr del tiempo se incrementó  hasta ser una de sus características centrales- y la ineficacia e  irresponsabilidad de una burocracia a la que nadie le podía pedir  cuentas, impidieron que las instituciones que constituían la red  mínima de seguridad de las clases populares funcionaran como debían.

    Sin embargo, de algo sirvieron e impidieron que fueran  únicamente las fuerzas del mercado las que asignaran los recursos  de que podrían disponer aquellos que formaban el ancho mundo de los  trabajadores del campo y la ciudad.

    El paternalismo autoritario en que cristalizó el movimiento de  rebeldía iniciado por Francisco Madero tuvo su culminación en lo  que José López Portillo llamó "el último gobierno de la  Revolución". En 1982 se inició el desmantelamiento de la peculiar  "economía moral" que hasta entonces había existido. Un Estado  quebrado dedicó el grueso de su energía a disminuir el déficit y a  dejar que el grueso de la sociedad diseñara y aplicara sus propias  estrategias de supervivencia. Así, por ejemplo, cada vez más  miembros de la familia fueron lanzados al trabajo formal o informal  para impedir que el ingreso de los hogares disminuyera en la misma  medida en que cayó el poder adquisitivo del salario; la migración a  Estados Unidos se convirtió en una fuente fundamental para el  sostenimiento de ciertas comunidades que de otra manera no habrían  podido sobrevivir; el crimen organizado es hoy una actividad  central de la economía y el narcotráfico sigue floreciendo  indiferente a la lucha en su contra. Pese a lo anterior, la pobreza  extrema ha aumentado en términos relativos y absolutos. De los 17  millones de extremadamente pobres de los que se habló en 1989 al  iniciarse el Pronasol, se pasó a los 24 ó 25 millones calculados  por Santiago Levy, de la Secretaría de Hacienda, a los 26 millones  de los que habló Enrique del Val al dejar la Secretaría de  Desarrollo Social, para llegar incluso a los 50 millones que se  reportan en las cifras del Inegi (Julio Boltvinik, "La Jornada", 16 de octubre).    Si alguna vez la Revolución creó un tipo de economía moral, hoy  ya no queda nada salvo eso que llaman "Progresa" y que, en la  práctica, no modifica la situación de los pobres (véase,  "Masiosare", "La Jornada", 15 de noviembre). El rompimiento en 1982  de lo que quedaba del pacto entre gobernantes y las clases  populares, llevó, entre otras cosas, a la insurgencia electoral de  1988, a la formación del PRD y al estallido de las rebeliones  chiapaneca y del EPR.    En la Inglaterra examinada por el profesor Thompson, la  economía moral no volvió a resurgir sino hasta la segunda  postguerra, con el "Estado Benefactor".

Pero éste no duró mucho, pues Margaret Thatcher casi lo  desmanteló y aunque hoy los laboristas tratan de revivirlo, aún no  logra recuperar la energía perdida. En México hoy no hay siquiera  la idea de volver a algún tipo de economía moral. El PRI ya no es  la fuerza todopoderosa que alguna vez fue, pero sigue controlando a  la mitad del electorado y con eso le basta para mantener la  decisión presidencial de sostener a la ley de la oferta y la  demanda como el principio guía de su política. Y aun si el  presidente decidiera otra orientación, las fuerzas externas le  dificultarían seguirla. Por ahora, y desafortunadamente, no hay  posibilidades de pensar en una economía moral para México.- L.M.-  México, D.F., noviembre de 1998

 

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